Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








martes, 23 de abril de 2013

EN LA INFANCIA, LOS AMIGOS….




¿Dónde estarán los amigos…distancia,
que compartieron mis juegos?

Allí en las calles de San Francisco, Córdoba, fui encontrando a mis primeros amigos, los de la infancia. Esos primeros pares con los cuales uno comparte juegos y secretos.
A pesar de los años pasados uno no los olvida. Jorge Raúl Contreras, Gerardo Giustetti, Cesar Daghero, Julio Cesar Heredia y su hermano, los hermanitos Rossi. Algunos nombres con el tiempo se han escapado. Sus caras de la infancia han quedado grabadas en mi memoria.

Vivía en la Avenida Juan B. Justo, a siete cuadras del centro de la ciudad. Los primeros pasos fueron por esas veredas. Las calles Gerónimo del Barco, Alem y Larrea completaban el mundo conocido en esos primeros años. Hoy vengo a descubrir que se llama barrio “La Consolata”, para nosotros no tenía nombre, era nuestro mundo.
Por las tardes después de hacer “los deberes” nos juntamos frente a la casa de algunos de ellos a jugar. Los juegos con figuritas y con las bolitas eran una cita obligada para gastar esas horas de la infancia.


Las hojas caían y desnudaban los árboles en otoño. Nosotros olíamos ese aroma a hojas quemadas. No nos preocupábamos de la realidad violenta que circundaba a nuestro país. Los adultos tampoco nos ponían en sintonía con la dura realidad que vivíamos como patria. Nosotros, todavía niños, vivíamos plenamente ese tiempo hermoso.

Sería injusto si no recordara y nombrara a la única amiga de la infancia, mi vecina Nelly. Eran tiempos de triciclos. El mío era azul y el de ella rojo. Nos sentíamos como pilotos de aviones en esos rodados de tres ruedas. Fueron juegos de primeros tiempos que se terminan cuando los padres inocentemente dicen las palabras “son novios”, uno se rebela y sigue una relación distante y fría de vecindad.

Con algunas monedas de regalo que les arrebatábamos a nuestros padres y abuelos corríamos al kiosco más cercano a comprarnos la mayor cantidad de paquetes de figuritas que podíamos. Alegría cuando al abrir ansiosamente dichos sobres encontrábamos los ídolos de nuestros equipos de fútbol y aquellas que necesitábamos para ir completando el álbum. Frustración cuando entre ellas había figuritas repetidas. Teníamos la esperanza que algún amigo no la tuviera y pudiéramos hacer el intercambio por otra necesaria para ir completando los diferentes equipos de futbol. Venían de cartón fino, luego algunas de cartón más grueso. Redondas, cuadradas y rectangulares. Alguna vez hasta vinieron de material que le decíamos “de chapita”. Santoro, Cejas, Sánchez, Barisio, Perfumo, “Pinino” Más, Trabucco, Alonso, Rojitas, Buttice, Errea, Tojo y tantos otros nombres, imposible nombrarlos y escribirlo a todos, que hacían grande el fútbol en la Argentina.

Cuando llovía espiábamos detrás de los vidrios del ventanal el agua que iba cayendo. Apenas aparecía el sol corríamos a ver si había agua en las cunetas a la orilla de la calle y hacíamos frágiles barquitos de papel que depositábamos esperando que marchasen a puertos lejanos. Por ahí alguien aparecía con una lanchita o barquito de plástico que no se hundía y  ahí estaban flotando nuestros sueños de echarnos a nuevos mundos. Quizás eran sueños de chicos que vivíamos en la pampa gringa, en el punto medio del país y que no teníamos río, salvo que viajáramos unos  100 kilómetros para encontrar los primeros hilos de agua. Conocíamos los ríos por los manuales que debíamos estudiar puntillosamente en la escuela. Así aprendimos de la generosidad de estas tierras en ríos, mares, montañas, pampas, bosques, animales, los diversos climas, las bondades de las estaciones y la importancia de que Dios nos había bendecido con todas clases de dones naturales. Lástima que no hicieron hincapié en la bondad de las personas que habitábamos este suelo.


Cuando alguna travesura se apoderaba de nuestra alma venia la consabida penitencia: “no vas a jugar por tantos días”. La cifra numérica era acorde al daño producido. La justicia familiar funcionaba sin atenuantes y no había abogados defensores que nos pudieran defender de la pena impuesta. Los amigos que golpeaban la puerta para invitarnos a jugar y recibían como sentencia: “esta en penitencia, hasta tal día tiene prohibido ir a jugar”.

Íbamos creciendo y llegaba el tiempo de tener nuestras bicicletas. Sobre nuestros rodados íbamos extendiendo el mundo. Fuimos conociendo otras calles, otras casas y otros barrios. No teníamos miedo, el peligro no era parte de nuestro vocabulario, nos parecía que todo lo podíamos, que seriamos inmortales como nuestros héroes. Nos sentíamos Batman, Superman, el Hombre del Rifle o algunos de los hijos de Benn Catway, aquel padre de Bonanza. Una caída, un resbalón, una pelea con algún ojo “en compota” o alguna huída producida por otros niños de barrios cercanos nos ponía en la realidad que éramos seres humanos y que necesitábamos de nuestros padres.

Colate, el cabezón, el negro, el flaco, el pelado o el gordo eran los sobrenombres usados cuando uno tenía una pelea y no quería nombrar al amigo que sentía lo había traicionado contando algún secreto del que uno lo había hecho confidente.

La escuela era una parte importante de nuestras vidas. En privada o pública todos íbamos con nuestros guardapolvos blancos a estudiar, a aprender para no “ser burros” nos decían, para “ser alguien en la vida”. Ojalá volviera en tantos padres esas frases y no tuviéramos que ver tantos niños que con arma en mano y droga en sus pulmones y cabecitas se convierten rápidamente en parias y víctimas de los adultos inescrupulosos.

Los que tenían hermanos más grandes eran los protectores de nuestros juegos nocturnos y a ninguno de ellos se les ocurría ofrecernos alcohol o invitarnos a fumar un cigarrillo. Eran guardianes de nuestra infancia. Qué lejos estamos de esos tiempos.

Los partidos de fútbol en la cancha de Los Andes, en esa interminable cuadra entre las calles Ameghino, Larrea, Lavalle y López y Planes. En la de 11 todos queríamos jugar y emular a nuestros ídolos del equipo querido. Nunca nadie quería ir al arco, todos soñábamos con el gol de nuestra vida. En los penales no valía patearlo de puntín. Caras sucias, rodillas peladas, broncas por perder y alegrías por los triunfos nos fueron viendo crecer. Los primeros botines “sacachispas”, la camiseta del River querido, sin ninguna propaganda, con la banda roja cruzada en el blanco inmaculado y el la pelota de fútbol de cuero eran el logro de tiempos ya idos.
Los veranos, las vacaciones era un tiempo largo y caluroso en la húmeda ciudad.

A veces íbamos a las vías del tren, aprovechamos para comer hinojo, refrescante y cuando pasaba el tren, que podía ser de pasajeros o bien algún largo carguero nos proponíamos descarrilarlo poniendo pequeñas piedras sobre la vía. Nunca cumplimos el objetivo porque la locomotora iba despejando el camino a su paso.

En la esquina teníamos la verdulería con el inolvidable Batán. No era un niño, pero sí su corazón. Siempre con sus chistes y su inolvidable fanatismo por Boca.
También estaban los vecinos enojados por nuestras andanzas y con el latiguillo “le vamos a contar a tu papa o a tu mamá” nos corrían de sus veredas en las tardes que se sentaban para ver pasar a aquellos obreros de la fábricas que volvían a sus casa en Barrio Jardín después de trabajar duramente para llevar la comida a su casa y que los fines de semana con la ayuda de los vecinos levantaban la loza y las habitaciones que se iban multiplicando así como los jardines que embellecían sus humildes pero decentes casas. La cultura del esfuerzo y del trabajo que nunca debería haber desaparecido de nuestro país.


El juego era interrumpido por alguna madre que nos pedía hacer un mandado. Allí íbamos a la panadería, la verdulería o los jueves a jugar al prode o algún numerito a la quiniela, siempre alguna monedita de propina nos quedaba colgada en el bolsillo de los pantalones cortos.

¿quién sabe donde se han ido…distancia,
lo que habrá sido de ellos?

Fuimos creciendo poco a poco, sin darnos cuenta pasamos de los pantalones cortos a usar los largos con botamanga “Oxford”. Otros chicos se fueron sumando al barrio. Siestas de radio nos hacían juntarnos para soñar con ser cantantes o actores. Algún cumpleaños, no muchos, nos juntaba alrededor de las novedosas gaseosas o un caliente chocolate con torta.
Con algún piropo que deslizábamos tímidamente  a algunas de las chicas que nos rodeaban nos llegó la adolescencia, esa es otra historia. Hoy por hoy es un secreto bajo varias llaves de la memoria.

Los amigos de la infancia quedaron en el portaequipaje de la bicicleta roja y entre pedaleada y pedaleada la vida sigue girando y girando….

Regresaré a mis estrellas…distancia,
Les contaré mi secreto;
Que sigo amando a mi tierra…distancia,
Cuando me marcho tan lejos. (Distancia, Alberto Córtez).

Sergio