Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








jueves, 5 de enero de 2017

VECINOS y LABURANTES

"Compartí la vida con grandes personas y a la vez fui testigo de las pequeñas miserias humanas que se encuentran hasta en los mejores individuos. Creo que dejé de idealizar a los demás y aprendí a quererlos en su verdadera dimensión, relativizando los defectos demasiados evidentes en una vida intensamente comunitaria" (Mamerto Menapace)


En el arcón de los recuerdos voy extrayendo aquellos pedazos de historia que a uno lo van constituyendo como persona. Viví mi infancia en un barrio de casas simples y de gente trabajadora.

Cada uno tenía su trabajo y ese era el sustento de su familia. Se compraba un terreno y se iba construyendo ladrillo a ladrillo la casa. A veces se había realizado el esfuerzo y se compraba una casa que se iba remodelando de acuerdo a las necesidades familiares y los vaivenes económicos del país.

No escuche nunca la palabra vagancia. El mendigo pasaba, pedía con respeto y con unción sagrada se le entregaba para comer, beber y alguna ropa o elemento que fuese útil en su vida. Las gracias nunca faltaban. Hasta aquel que era medio remolón en cuestiones de trabajar, esa especie de personaje tipo Fatiga que hace muy bien Minguito en la películas “Los muchachos de mi barrio” siempre tenía su oportunidad de colaborar y ganarse su dinero.

Mi papá Imar con su hermano Olivio, luego de venir del trabajo del campo anclaron en la ciudad y con su propia soderîa se convirtieron en “los soderos de la vida”.  Soderîa “El Sergio” –los beneficios de ser el primero cómo hijo, sobrino y nieto. Había muchos soderos: los hermanos Caballero, Gilli, los hermanos Mercol, el gordo Camisassa, el petiso Heredia y muchos más. Un trabajo duro, de fuerza y mucha paciencia. En invierno se levantaban más tarde y arrancaban a las 6,15 a repartir soda. En el verano se adelantaba la hora y era por “la fresca” como se decía. Así que a las 5,30 como una oración del breviario laboral se salía a repartir cada sifón hasta completar el rosario diario que cerraba un día de trabajo.

En el verano, luego de los doce años de edad, siempre colaboraba con mi padre. No me lo pedía. Pero intuí que era lo que debía hacer por todo aquello que iba recibiendo de ellos día a día. Estudios, viajes, retiros, campamentos y convivencias formaban parte de mi vida. Era lo que ellos me daban –permitiéndome hacerlo y el dinero necesario para realizarlo- y solamente siempre antes de partir recibía las jaculatorias profanas “no hagas macanas” y “hace el bien”. Nadie pensaba en los derechos del niño. Era voluntario trabajar y libremente era querido por mí. Cada niño si podía colaboraba con su papá o mamá en las actividades que podía. Uno ya se empezaba a sentir grande y además se iban asumiendo responsabilidades. Señal que estábamos creciendo.

Los sifones eran pesados. Cabeza de plomo. Seis sifones por cajón. Llenarlos, cargarlos y descargarlos. Así como una rueda sinfín. Anotar en una libreta o cobrarlos, según la conveniencia del cliente. Casas de familias, restaurantes, parrilladas y bares eran los depositarios del “agua con cosquillas”.

Clientes alegres, gruñones, pícaros, honestos, quién pagaba o quién siempre tenía una excusa para estirar la cuenta. Parte de una sociedad en la que fuimos haciéndonos grandes.

Al mediodía de los veranos, después de comer, con la infaltable  camiseta con tiras mi papá se paraba en el portón de la casa para ver pasar a los empleados y obreros que venían del primer turno de trabajo. De Motores Corradi, de Molinos de Boero y Romano, de la Marina Funcional, de Pinocho, de Caven del Este y tantas fábricas y negocios que había en la ciudad. Una explosión de trabajo y de consumo. También época de muchos conflictos y de inusitada violencia. Muchas muertes sin razón, pero ese será otro capítulo.

Mi madre cocinaba, limpiaba, lavaba y atendía algunos clientes que venían a casa a buscar soda. Casi todas las mamás se dedicaban a la casa, algunas eran maestras. Ella me pedía ir a la panadería o al almacén. Así que montaba en mi bicicleta roja. En los sueños y la imaginación fue pasando de un corcel al estilo del Zorro hasta un auto último modelo al estilo de James Bond. Era una bicicleta de dos ruedas. Pero soñar no costaba nada. Siempre quedaba con el vuelto alguna golosina –no eran muy comunes- y los clásicos huesitos (tenían forma de huesos para perros) de la panadería de Marchessini. Mi mamá después de años de silencioso trabajo tuvo su recompensa jubilándose como ama de casa. La vida tiene sus vericuetos.

Los vecinos aportaban lo suyo: el gran Batán, el verdulero de la esquina –Bv. Juan B. Justo y Gerónimo del Barco, fanático de Boca. Siempre alegre, divertido, amable. Un personaje central del barrio. Años después supe su apellido –Panero. Maretto, el kiosquero, cada mañana con su bicicleta y con su moto traía el diario La Voz de San Justo. Don Bischoff, un alemán gruñón, zinguero, siempre vestido con su jardinero verde. El Aldo Salvaneschi, venia de trabajar en la fábrica, descansaba y se ponía a realizar las hamacas, las calesitas, los sube y baja –rojos y blancos del querido River Plate, para que en la Navidad y Reyes los chicos tuvieran un pequeño parque de diversión en sus casas. Los papás de: los Heredia, del Gerardo Giustetti y del César Daguero tenían su trabajo, ya sea como empleado en la empresa de energía eléctrica, carpintero y dedicado a la fotografía –en ese orden. Cada uno tenía su modo lícito de ganarse el pan de cada día. No se conocían los planes trabajar. Se trabajaba.

Algunos mayores ostentaban el título de “Don”. Palabra reservada a la sabiduría, al respeto, a quién se la había ganado y se la merecía. Don Lorenzo era mi abuelo. Por eso cuando hace años una vecina me empezó  a llamar Don Sergio me remonté a ese tiempo y me dije “me gane el respeto de los vecinos”.

Así podría nombrar a una cantidad de vecinos y vecinas que van surgiendo en mi memoria. El negro Gerván y la Rosa, Don Rodríguez y su esposa, los nonos Bessone, los Viotto, los Giner, los Gambini, los Goethe, Melano, Don Fenoglio –quién decidió irse de este mundo muy temprano y  Doña Ofelia, el Chiche, Doña Lucero y su hijo el Alberto, tío del Jorgito Contreras –un gran amigo de la infancia. Después fueron llegando nuevas familias, nuevos amigos y amigas. Se fue renovando el barrio poco a poco.

Unas líneas para una familia de apellido Rossi, el papá era albañil, muy humildes, eran varios hermanitos, y uno de ellos era sordomudo. Vivieron un tiempo en Bv. Juan B. Justo y Larrea. Muy buenos amigos. Después  se fueron a vivir a la ciudad de Córdoba. Muchos años después uno de ellos volvió a visitarnos: era aquel niño –ahora joven- sordomudo que ya había aprendido a expresarse con el lenguaje de señas. Fue una gran emoción volver a verlo.

Todos íbamos a la escuela. La mayoría iba a escuelas estatales. Yo era uno de los pocos del barrio que iba a escuela privada. Pero todos usábamos guardapolvo blanco en la primaria. La diferencia en el uniforme recién aparecía en la secundaria.

Como todo barrio había sus peleas. Un celo, un egoísmo o una medianera con una fila más de ladrillos hacían que estallase un conflicto que los chicos vivíamos como una guerra mundial. Insultos, palabrotas y por una tiempo los vecinos no se saludaban. Luego cuando sobrevenía alguna muerte o las fiestas de fin de año aquellas peleas eran olvidadas y ganaba nuevamente la concordia. Hasta que nuevamente se desatará la furia. En su mayoría descendientes de italianos esto es como un ADN que nos constituía. También había turcos (después de grande me dijeron que eran sirio-libaneses), alemanes y españoles.

La siesta era un momento sacro dónde se clausuraba todo movimiento. De muy pequeño la sufría. Luego de más grande me escapaba y nos juntábamos en alguna casa del barrio sin hacer ruido a escuchar radio y hablar de sueños y muchas quimeras. La siesta podía durar de 45 minutos a una hora y media. Según la necesidad y las responsabilidades asumidas. Luego se seguía sin prisa y sin pausa las tareas diarias.

Una vez el querido Batán organizó un partido de fútbol con toda la gente del barrio. Estamos hablando de hombres entre cuarenta y cincuenta años. Muchos de ellos se destacaron en su juventud en diversos clubes o bien en el potrero barrial. Siempre lo recuerdo como un momento de alegría dónde todos podían estar juntos. Luego del partido, que era una excusa, una generoso asado y muchas bebidas. Hasta el día de hoy siempre este episodio juega en mi vida como real e imaginario. Como esas historias que contaba el padre del personaje principal de la película de Tim Burton en “El gran pez”.


Muchos de ellos ya no están, están sus hijas e hijos, sus nietos y bisnietos. De muchos no supe más nada. Después de partir del barrio, a los 17 años, las noticias y las caras se fueron espaciando. Quedaron esos rostros en mi memoria. En mis profundos recuerdos. En el gran afecto. Un par de lágrimas quizás sea el mejor homenaje a estos hombres y mujeres que son parte de mi historia.

Esos vecinos fueron construyendo esa persona que soy hoy. 

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