Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








lunes, 18 de septiembre de 2017

LA COCA REDIVIVA -cuento-

Preámbulo: 
Hace tiempo que he comenzado un Taller de Literatura.
Mi primer maestro literario fue el gran amigo Pedro Luis Armano.
Él me fue guiando por diversas lecturas, en forma paciente y pedagógica. Me fue "haciendo" gustar de las novelas y de los diversos autores. También despertó en mi la necesidad y las ganas de escribir, y ahí el estilo fue periodístico.
Luego de un tiempo de ostracismo literario fui retomando la idea de pulir la escritura.
Es un trabajo artesanal que incluye: mucha lectura, escritura, corrección, reescritura y así a cada momento e instante.
Es Néstor Tellechea, un poeta y escritor bernalense, quién semana a semana me va haciendo conocer a nuevos autores y tiene la paciencia de ir corrigiendo mis escritos y sugiriendo temas e ideas.
Estoy en una etapa de leer cuentos y escribirlos. Voy ensayando, corrigiendo y recogiendo cada día. Hoy voy a compartir un pequeño cuento en el cual confluyen historias diversas, primero me fueron narradas en forma oral y decidí enhebrarlas en un pequeño texto, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

LA COCA REDIVIVA

Salimos desde el barrio de Palermo en el Chevallier e hicimos el viaje en unos cuarenta y cinco minutos aproximadamente hasta llegar a nuestro destino. Nos estaba esperando Don Eusebio apoyado en su Torino rojo de cuatro puertas. La figura de él  sí denotaba que en los tiempos mozos había sido integrante del cuerpo de Granaderos a Caballo, dato que conocía porque me lo habían contado. Volviendo al auto, observé que las llantas estaban cromadas, la carrocería lustrada y el sol que daba sobre los vidrios, producía un destello de luz que lo hacía único.  Él me saludo con un apretón de manos bien fuerte, como se estila en los pueblos de nuestras provincias. Nos invitó a subir al Torino, me hizo señas que me sentara adelante, me acomodé en una mullida butaca y me puse el cinturón. El cinturón es un elemento agregado porque los torinos no los traían de fábrica, me agregó. Observé el volante que era de madera  impecablemente lustrado como también el tablero con “blem”, el olor lo delataba. Brillaba  todo en su interior y del equipo de música emergía la voz del Mudo.

El Torino se puso en marcha hacia ese barrio desconocido para mí, en el norte del Gran Buenos Aires. Según pude saber, ese Torino era 1970 S Sedán, con palanca al piso y tantos datos más que me iba proporcionando Don Eusebio, y muchos ya se escapaban a mi intelecto de agnóstico fierrero. Soy solamente un usuario de los autos y lo único que conozco es que me llevan y traen de un lugar a otro. Íbamos tranquilos por la Panamericana, desviamos por la colectora y comenzamos a transitar barriadas de casas bajas y jardines al frente, así de a poco el paisaje iba cambiando de composición y nos adentramos en un barrio donde el cielo se puede observar a simple vista y el aire es sinónimo de pureza.

Cuando entré a ser habitante-copiloto del Torino, me vino el recuerdo de Don Luis Otamendi, que tenía uno igual allá por los setenta, aunque aquel era de color marrón. Don Luis mantenía algunos negocios de compra y venta de cabezas vacunas con mi abuelo. Triste historia la de Don Luis, su hija falleció de leucemia siendo muy joven y la habitación que ocupó hasta su muerte, quedó tal como estaba, nunca –ni su esposa ni Don Luis- tocaron absolutamente nada, como si esperaran su regreso; hasta una caja de cigarrillos abierta estaba encima de la mesita de luz. Como si lo de la hija fuera poco, Héctor, el hijo de Don Luis, fue chupado por los militares en Córdoba en los terribles años de plomo y nunca más apareció. Mil conjeturas se tejieron sobre este muchacho. Desde que estaba escondido en un campo de sus familiares en Las Petacas, donde nacen los trigales en la provincia de Santa Fe, hasta que se había ido a Cuba. Lo vi dos o tres veces que vino a casa junto a Don Luis, recuerdo que era rubio, alto e hincha de Independiente. Juan Carlos, que era vecino de los Otamendi y con el tiempo se convirtió en mi amigo, me contó que el domingo antes de irse para Córdoba – la última vez que estuvo en la ciudad-  el hijo de Don Luis le pasó por debajo de la puerta del garaje unos folletos de un partido de izquierda del cuál era militante dentro del ámbito universitario. Pero volvamos a nuestro camino por las calles de Benavidez.

Llegamos y Don Eusebio estacionó el Toro, como le fue diciendo todo el viaje, frente a una linda casita de color blanca, con muchos árboles y flores en su frente.  Nos salieron a recibir varios perros que me olían para saber si era de confiar o no. Pasado ese primer detector de buenos deseos nos adentramos al comedor, allí estaba ella, Doña Gloria, la señora de Don Eusebio, que me recibió con afecto y cariño como si nos conociéramos desde siempre.
Nos ofrecieron unos mates que personalmente saboreé con entusiasmo y ganas después del viaje, y que fue matizado con algunas tortas fritas que daban sensación de comunión y fraternidad.

La razón de mi ida era muy simple. Mis amigos Duilio y Tota se iban un mes de vacaciones a Europa y necesitaban a alguien de confianza que les preparara a sus padres los remedios y se los ordenara para que no se equivocaran en los horarios y días que debían ingerir cada una de las tantas pastillas que tomaban a diario. En ese trámite estábamos, ellos me enseñaban y yo anotaba prolija y responsablemente, cuando de pronto llegó ella. Entró impregnando de perfume todo el lugar y se dirigió directamente hacia mí presentándose: “Soy Mirta, amiga y vecina, para lo que usted me necesite”. No soy tímido ni tampoco de recular en chancletas, pero quedé impresionado de esa figura que estaba enfundada en un vestido rojo, labios rabiosamente pintados también del mismo color y un ostentoso peinado de los ochenta.

Como se decía en el barrio, la relojeé de arriba abajo y de derecha a izquierda, preguntándome de dónde había salido semejante personaje. Haciendo gala de su vecindad, traía un plato con pedazos de torta que según ella había hecho ese mismo día, al probarla no podría asegurar la fecha de elaboración, pero daba la sensación de que ya tenía varios días.

Después de haber anotado todo sobre la medicación, acordamos que iría los sábados y supervisaría que tomasen cada uno de los remedios respectivos y que todas las noches a las ocho los llamaría para preguntarles cómo había estado el día y cómo se sentían. Así que ese tema fue resuelto rápidamente por ambas partes. Todos obtendríamos algún beneficio: las personas tomarían su medicación según lo acordado por el médico, mis amigos podrían viajar tranquilos y yo me ganaría –en estos tiempos de crisis- unos pesos extras.

Los dueños de casa habían preparado el almuerzo y nos invitaron a que nos quedáramos, algo a lo que no nos pudimos negar cuando vimos en el patio la parrilla que tenía entre sus hierros calientes, abundante carne, chorizos y algunas achuras. El humo despertó mi fiera interior y los fuelles de mis pulmones se llenaron de ese olor que te hace ser argentino hasta la médula, por más que detestes serlo el resto del tiempo.
Mientras esperábamos que el asadito estuviera a punto, en una mesa, preparada debajo de una enredadera túpida y bien verde comenzamos a hincarle el diente a la tradicional picadita donde abundaba el queso, salamines, otros fiambres, aceitunas negras y verdes, papitas, picles y rebanadas de pan. Al ir saboreando esas delicias, la espera del asadito no se hizo eterna. Vino con soda, cerveza y gaseosas que eran las bebidas que estaban sobre la mesa, cubierta por un lindo mantel floreado y una vajilla impecable que cerraban la escena. Hicimos un brindis por los que iban a viajar, por los que recién nos habíamos conocido y por ella.

Si por ella, por Mirta, la del vestido y labios rojos que me hizo recordar a Caloi cuando dibujada a la Mulatona, pero si aquella era negra, Mirta era más que blanca. ¿Por ella? ¿Cuál era la razón? Es que entre el final de los remedios y el principio de la picada nos fue contando sus sueños juveniles que fuimos escuchando entre atónitos y perplejos. Nos dijo Mirta que ella habría querido estudiar,  algo que no pudo hacer porque su infancia fue pobre, tuvo que salir a trabajar desde chica para ayudar a la familia a parar la olla y que luego se “ennovió” y como quedó embarazada, no una sino varias veces,  se dio cuenta de que se le había pasado el tiempo. Atiné a preguntarle como queriendo hacer un corte “qué le habría gustado estudiar a Ud.”, y nos dijo: psicóloga social. Y de ahí sin necesidad de generar otra pregunta de mi parte, nos siguió relatando que si habría podido estudiar esa carrera su objetivo hubiera sido ayudar a las mujeres que sufren violencia, a aquellas que son flageladas por novios, maridos o padres y de ahí en más fue una perorata de declaración de principios que la habían motivado a tener esos deseos sublimes y no concretados de estudiar. Todos asentimos esos buenos deseos y algunos hasta ensayamos la frase: “Nunca es tarde para estudiar”, aunque en realidad en nuestro interior pensáramos distinto.

 Estábamos entrándole al último pedazo de vacío después de descarnar varias costillas, engullirnos un rico choripán, ensartar algunas achuras y no dejar de picar un pedazo de morcilla, cuando “lá” Mirta retomó el discurso. Y digo “lá” Mirta, es porque así se la llama a la gente en nuestros pueblos. Me hizo recordar mi vida por los pueblos santafecinos y cordobeses donde decíamos “la” Doris, “la” Cristina, “el” Evelio o “el” Arnaldo, pero siempre con el artículo que precedía al nombre. Esto del artículo desapareció inmediatamente de mi vocabulario una vez que traspasé allí por los años ochenta la General Paz y me hice porteño, unitario y ya no usé más el artículo precediendo a un nombre  y la Avenida Callao se transformó en “Cayao”, haciendo hincapié en la “y” griega diciendo “CaYao”, bien fuerte para que no dudaran que mi porteñidad.

Todos teníamos todavía nuestras bocas ocupadas y los dientes bien afilados saboreando los manjares que venían bien calentitos desde la parrilla cercana, y ¨la” Mirta, como dije, se despacha diciendo: ¡Cómo me habría gustado ser la Coca Sarli en la película “Carne”! Todos nos miramos asombrados, y en verdad ella no había bebido más que gaseosas en todo el almuerzo, incluida la picada, así que no era fruto del alcohol aquella confesión inesperada para todos los presentes.

Y para beneplácito de algunos y vergüenza de otros, eso creo, “la” Mirta siguió narrando escenas de la película, como si las estuviera haciendo en vivo y directo. Ella iba narrando despegada de nosotros y como si se estuvieran proyectando aquellas aberraciones que sucedían en la película sobre ese escenario natural que era el quincho entre enredaderas, amapolas y hortensias. Cómo nos habrá cautivado con sus palabras y sus gestos que hasta los perros que esperaban que les tiráramos los huesos, se sentaron y quedaron como hipnotizados por esa figura de “la” Mirta interpretando a “la” Delicia en la icónica escena de la violación que ocurría en el camión en ese film dirigido por Armando Bo.

A todo eso “el” Duilio –esposo de “la” Tota, mis amigos por los cuales yo estaba ahí- comenzó a ponerse colorado y al final de la narración su rostro tenía un rojo bermellón que seguro hubiera sido envidia de los pintores más importantes del mundo que no lo habrían conseguido por más mezclas realizadas. Ese fue un logro de “la” Mirta –de ponerlo colorado al Duilio- ya que en un momento atinó a decir que “el” Duilio  podría ser ese obrero del frigorífico cuyo personaje se llamaba Humberto y lo encarnó Romualdo Quiroga,  quien la rapta y genera con ese hecho todas las consecuencias posteriores que sufre la Delicia.

Al llegar a la noche a mi casa, después de un día de tantas emociones y novedades, antes de acostarme prendí la computadora y puse en el buscador la película. Mientras la miraba no podía olvidarme de “la” Mirta y su interpretación, y en un momento no supe si en realidad “la” Mirta era la verdadera protagonista de la película, y “la” Coca la que había vuelto del más allá, a la casa de mis amigos, o si todo lo había vivido o simplemente lo había soñado –pero ya no era lo importante- porque en tal caso, como dijo el poeta: “Cuando morís, si tenés suerte, durante un tiempo, sos un recuerdo”.


S.D.
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