Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








lunes, 24 de diciembre de 2018

EL CUENTO DE NAVIDAD QUE CASI NO FUE



Reinaldo estaba mirando televisión en el living cuando Celmira le alcanzó la revista que venía con el diario del domingo y le agregó que había en ella tres cuentos que quizás le gustaría leer. Sin mucho entusiasmo, Reinaldo ojeo los nombres de los cuentos y los autores, y dejó la revista sobre la mesita ratona y siguió viendo la película. Luego agarró la revista dejándola esta vez sobre la mesa del comedor. Al día siguiente Reinaldo volvió a ver la revista y sí estaba vez se sentó a leer los cuentos. El primer cuento era de Paul Auster y se titulaba “El cuento de Navidad Auggie Wren”. Le gustó lo leído y lo  recomendó por redes sociales, y a algunos colegas y conocidos se los contó cambiando palabras y situaciones, pero manteniendo el espíritu del cuento navideño. Luego leyó el otro cuento que era de Bradbury y cuando comenzó la lectura del texto de Truman Capote se dio cuenta  en el cuarto párrafo que ya lo había leído y lo abandonó junto a la revista sobre su escritorio.

Reinaldo, unos días después, comenzó garabatear su propio cuento navideño, y recordó aquel pequeño juguete que era una esfera de vidrio en cuyo interior contenía agua, unos copitos que hacían de nieve, unos renos con Papá Noel y un paisaje que aparece ahora desdibujado en su memoria. Se vio moviendo esa esfera cientos de veces y mirando como el agua se mezclaba con la nieve y daban vida a esos renos y al Papá Noel. Su mente se fue escapando a esa época de la infancia donde la Navidad era misterio y se esperaba el milagro de la nochebuena que era encontrar en la mañana de Navidad junto al arbolito el regalo pedido a Papá Noel. Algunos años ese regalo era lo que le había pedido, en otros era algo que se necesitaba y  en la mayoría de las veces era Papa Noel quién dejaba el regalo que él deseaba, eso explicaban los padres cuando los hijos preguntábamos porque no nos trajo lo que pedimos en la cartita que depositamos en la urna que estaba en la juguetería de los Lamberti en la Avenida 25 de Mayo.

Esa magia en el misterio se fue disipando con el paso de los años pero volvió  cuando los hijos de Reinaldo y Celmira eran pequeños, luego con el paso del tiempo se volvió a esfumar y nuevamente, como una especie de ave fénix de la felicidad, renació cuando tuvieron a su primer nieto.

Motivado por el cuento de Auster, Reinaldo pensó que podría contar sobre la navidad algo que no tuviera relación con la infancia. Recordó que el día anterior había estado en el kiosco que atendían Erminada y Esteban. Mientras Esteban sacaba las fotocopias, Erminda que le gustaba hablar y mucho, le contó la historia del linyera que paraba frente a las monjas francesas quienes viven en una casa pequeña al lado de lo que antes era su capilla y con el tiempo se transformó en un hospital. El señor que cuidaba autos durante todo el día tenía su historia, como todos los mortales la tenemos. Según Erminda, él dijo que tenía dos hijas, que había estado preso y su mujer encerrada en una clínica por problemas mentales. Que luego de salir de la cárcel, donde estuvo poco tiempo,  por un delito menor se afincó en ese lugar. Siguió narrándome Erminda que todos los día le traía parte de lo que recaudaba limpiando y cuidando autos a Esteban, quién le guardaba ese dinero en una cajita. El dinero que iba guardando era porque una de sus hijas estaba por cumplir quince años justo el día de Navidad y quería invitarla a desayunar como regalo de cumpleaños. Contaba que sus hijas podían estudiar en un colegio privado porque los curas las habían becado. Cuando Esteban se acercó y me dio las fotocopias que ya había abonado nos despedimos  deseándonos una buena navidad para toda la familia y un próspero año nuevo.

Cuando Reinaldo resbaló en esa escalera caracol que estaba mojada y fue descendiendo los quince escalones sin poder agarrarse lo único que pensaba era no golpear su cabeza. Llegado al final de esa caída con dificultad se pudo levantar y notó un dolor en su espalda y en la rodilla izquierda de la cual vio que manaba un poco de sangre.

Caminando hacia su casa pensó que había nacido de nuevo, que Dios le pediría algo grande por el milagro de estar vivo y que también tenía que terminar el cuento de Navidad que había empezado en su corazón pero que todavía no había escrito.

domingo, 29 de abril de 2018

LA LLUVIA


La lluvia caía constante sobre la vereda, la mujer miraba a través del vidrio de la ventana. La lluvia no cesaba. La mujer estaba ahí mirando mientras el humo del cigarrillo invadía la habitación. La gente caminaba protegiéndose de la lluvia con pilotos de colores oscuros y paraguas de colores vivos. El cielo estaba casi oscuro. La mujer giraba sus ojos de un lado hacia el otro. La continuidad de su expresión dejaba una sensación de estar esperando a alguien o tal vez algo. Quizás esperaba un mensaje. Una llamada telefónica o un golpe en la puerta. Nada de eso sucedía mientras ella estaba observando. No muy lejos de ahí el mar se notaba embravecido. 

Las olas se agitaban y pegaban muy fuerte sobre las piedras, volvían a replegarse y a realizar en forma incesante el mismo movimiento. 
Él observaba desde el torreón el barco que salía hacia alta mar. Conocía el nombre de ese barco porque lo había abordado tantas veces en su vida. Su rostro denotaba la vejez que contrastaba con su jovial espíritu. El humo que salía de la pipa recorría la pequeña habitación de ese lugar inexpugnable. Hacía tiempo que había decidido vivir allí. 
Ella levantó la vista y pudo ver a lo lejos el torreón. Conocía historias sobre ese lugar, se las habían contado sus padres y tías cuando era pequeña. Ya era adulta y pensó que esas historias de fantasmas, muertos y aparecidos eran para no llevarla cuando ella quería ir hasta el torreón. 
Él pensaba en las historias de fantasmas, muertos y aparecidos que escribía y otros leían. Ella un día cualquiera  entró  a la librería y se encontró con el libro de él. Esa noche lo leyó de un tirón. Cuando el teléfono sonó tres veces, ella apagó el cigarrillo, se puso el piloto beige, un pañuelo azul en el cuello y el gorro gris de lana en su cabeza. Salió caminando hacia el mar. 

La continuidad de los pasos simples y serenos denotaba que no había apuro. La lluvia ahora pegaba sobre ella. 
Él seguía mirando a lo lejos, cada tanto recargaba la pipa con tabaco. Ella se detuvo cerca del espigón, podía oír las olas chocar con violencia contra ese entramado de piedras, hierros y maderas. Él ya no podía ver el barco que se había perdido en la lejanía de ese mar. 
Ella quiso ir a conocer esas historias que le contaban cuando era pequeña. 
Se encontraron en ese espacio donde la continuidad de los hechos testimoniaba que se habían conocido desde siempre.
Sergio Dalbessio