Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








miércoles, 31 de julio de 2019

Reflexiones sagradas desde la palabra Campo.



Carta depositada
en el santuario laico
Cuando escucho la palabra campo vienen a mi memoria los recuerdos de mi infancia. Un largo viaje y un gran portón que se habría daba lugar a un eterno camino de tierra que nos conducía al encuentro con una casa de color amarillo, rodeada por un pequeño monte, galpones y un poco más lejos “la ramada”, donde se ordeñaba dos veces por día a las vacas. Salen a nuestro encuentro mis abuelos y tíos, los peones y algunos perros.
Era un lugar de magia y misterio, de juegos y de cabalgatas. La tristeza comenzaba en la despedida cuando había que emprender la vuelta a la ciudad. Los momentos felices quedaron atesorados en el corazón.
La segunda vez que escuché la palabra campo fue en la escuela secundaria cuando un profesor nombró los campos de concentración. En la adolescencia  no presté atención o quizás no fui motivado por esa frase campo de concentración, pero quedó anclada en el puerto de mi memoria.
Años después, haciendo teatro leído, interpreté un texto que nos hablaba de Maximiliano Kolbe, un sacerdote católico que dio su vida para salvar a un padre de familia judío, ahí comencé a tomar conciencia que la palabra campo también tenía otro significado y otras historias y realidades.

Al venir a mi mente la palabra campo se desgranan otras imágenes como: tierra, aire libre, sembrados, animales, árboles y pájaros. También pienso en las rejas del arado que producen heridas en la tierra para que la siembra de la semilla echada por el labrador genere vida al transformarse en alimento.
La palabra campo significa según la R.A.E: Parte de la superficie terrestre no ocupada por núcleos de población. Parte de esta superficie destinada a la agricultura y conjunto de núcleos rurales dedicados a esta labor”.

Los territorios que estaban en medio de bosques cercanos a la ciudad, transitados por niños y ancianos, cerca de lagos o ríos, eran tierras que podían ser una plaza para juegos o un campo de fútbol o simplemente un pulmón de aire para la humanidad y de pronto, esa porción de tierra, se vio rodeada de alambres de púa, garitas en todas las esquinas y soldados armados con grandes reflectores que iluminaban las enormes construcciones.
Se sumaban a ese triste paisaje una serie de vallas, perros atados a cadenas y apenas sostenidos por los jóvenes soldados.
Entraban a los campos mujeres, niños y hombres, traían unas pocas cosas, alguna pequeña valija, una muñeca, y mucho sufrimiento.
Eran separados y algunos inmediatamente asesinados, otros eran desinfectados y se los ponía a trabajar como esclavos. A los que intentaban escapar, una bala o la electricidad que recorría los alambres acababan con su vida.

La falta de alimentos y las pocas fuerzas se iban asociando a enfermedades, las cámaras de gas y los experimentos, en especial en niños, eran los caminos a la muerte en los campos.
Millones de seres humanos se convirtieron en cenizas que quedaron esparcidas en esos campos y la sangre allí derramada nutrió parte de las hendiduras de la tierra.
El campo, la tierra y la soledad cobijaron las últimas palabras o las miradas finales de la vida de hombres y mujeres. Ellos tenían sueños, proyectos, familias y querían seguir viviendo, pero alguien decretó su prematura y cruel muerte.
Otros por fortaleza interior y aunque sus fuerzas flaquearan hicieron un acto de rebelión y lucharon para seguir sobreviviendo.

En ese espacio de dolor, sufrimiento y muerte alentaron a otros a no decaer, los tomaron de las manos, del hombro, les hablaron para soplar un hálito de vida para que no se convirtieran en lo que querían los perversos que fuesen “despojos de humanidad”.
Los pedazos de tierra que fueron utilizados para matar seguramente hubiesen querido ser como el campo de mi infancia.
La misión de la tierra es contener, dar vida, fundirse con el ser humano. Las personas que estaban inoculados por el odio y la violencia hicieron de su existencia, de esas porciones de tierra, un lugar de muerte.

Hoy son un faro de la humanidad, un lugar sagrado, un pedazo de existencia que nos trae a la memoria de la humanidad lo que sucedió ahí, en un tiempo y espacio determinados por la historia, pero que no deberíamos volver a repetir nunca más. Hubo millones de muertos, pero miles de sobrevivientes  convirtieron ese dolor en un aprendizaje, no solo para ellos, sino para todas las conciencias de los seres humanos. Con los años fueron compartiendo sus duras y crueles experiencias para que ese horror no se volviera a repetir. Hay una la larga lista de desconocidos que por el mundo llevan las semillas que siembran en los corazones abiertos para que ese nunca más sea realidad.

También hay otros que dejaron legados de esas doloras experiencias, pienso en Ana Frank y su diario que nos quedó como testamento, en especial para los adolescentes y jóvenes; en Víctor Frankl que hizo la resiliencia y nos aportó la logoterapia como método para superarnos en un mundo que a veces chapotea en el barro de la soledad y desesperación; en Etty Hillesum, joven judía que viven en Holanda, que tiene una profunda espiritualidad y una elevada vida mística que se hace insumisa haciendo el bien en lo cotidiano en la ciudad primero y luego dentro del campo.

Querido campo, vos sos inocente, aunque algunos hombres te quisieron transformar en un lugar de muerte, aun lo que perecieron ahí nos iluminan para que hagamos un mea culpa y cambiemos el mal por el bien. Forzadamente acogiste a judíos, gitanos, polacos, hombres y mujeres, homosexuales, sacerdotes, creyentes y ateos, recibiste al fin seres humanos.
Nuestra existencia se debate entre el bien y el mal, el campo de batalla es la tierra, Caín mató a Abel pero Dios no quiso venganza y por eso puso una señal sobre Caín para que nadie lo tocara. Hoy somos nosotros los que peregrinamos con esa señal, y a veces el mal se apodera y obnubila nuestros corazones.
Trastocamos nuestros impulsos de bien y convertimos nuestro espíritu en aridez y sequedad transformado nuestros deseos en guerras, de cualquier tipo.
Quienes experimentamos los dolores y sufrimientos de los otros seres humanos y creemos que somos hermanos, de la misma familia humana, de la misma sangre de Adán y Eva, apostamos a la paz, al diálogo, el encuentro, a la fraternidad y nos abrimos para abrazar a los otros.

Vos campo no lo querías, pero en ese momento tus tierras se sacralizaron, al odio de unos se puso el amor de otros, a la violencia de muchos se opuso los gestos solidarios de otros.
Conociste campo, el bien y el mal. Hoy los que caminan y sus pies pisan reverencialmente tus caminos, sus ojos ven los muros y sus corazones y espíritus sienten los sufrimientos de los que fueron torturados, esclavizados y asesinados. Ellos serán los que te dignifiquen haciendo memoria para que el nunca más un “campo de concentración” sea una realidad. Los únicos campos que existirán serán los sembrados por las espigas de trigo, alimento para las aves del cielo y los girasoles que mirando alabarán al sol. Esto nos hablará de humanidad. Dios no estuvo ausente en los campos porque Él habita con su huella imborrable y única en cada hombre y mujer que pasó por allí. Hoy sigue peregrinando junto a nosotros por el mundo.

¡Paz, Salam y Shalom!