Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








viernes, 17 de abril de 2020

PISADAS

Hace varios años visitando  a mis padres fui testigo de estos hechos que voy a narrar a continuación. Lo que comenzó como algo que parecía una broma se fue convirtiendo con el paso de los días en el hablar de todos los habitantes y a ocupar la atención de los medios hasta involucrar a las autoridades con el fin de resolver aquellas manchas que noche a noche surgían en las calles. En estos tiempos de pandemia y por ende de aislamiento social pensé nuevamente en esa historia que ahora estoy compartiendo.

Las torres del molino sobresalían en el pueblo de casas bajas y estaban ahí desde principios de la fundación. Sus chapas de color rojo se podían divisar desde muy lejos. Alrededor de esas estructuras de hierro y chapa  iba creciendo el pueblo, lo primero eran los negocios y luego venían las viviendas que se iban multiplicando con el correr de los años.
El molino de Boero y Romano era el punto de referencia para situarse y desde ahí trasladarse a cualquier lugar de la ciudad que había crecido al compás de los buenos vientos y que se abría como una flor hacia todos los puntos cardinales.  En los barrios había verdulerías, panaderías, mercerías y toda clase de negocios que resolvían las necesidades diarias de los vecinos. Para ir al centro había que vestirse bien, en el barrio se podía transitar en chancletas. Se dejaba la bicicleta en la vereda o sobre el cordón del pavimento y nadie la tocaba.
En la esquina dónde estaba el molino siempre había changarines que esperaban la llegada de los camiones para cargar las bolsas de harina, ganándose así el sustento. Muchos de ellos pasaron toda su vida allí, quedándoles  las espaldas encorvadas como el testimonio de su trabajo y una marca que nunca se les pudo borrar, como si fueran parte de ese molino.
Los campos llenos de trigo proveían al molino de la materia prima que se acopiaba en esos grandes silos, unas  tolvas lo succionaban de los camiones y lo depositaban en esos tubos que nunca se llenaban, parecían insaciables. Luego se embolsaba e iba a las panaderías para transformarse en el pan de cada día.
El martes a la noche de ese verano donde la ciudad vivía la tranquilidad pueblerina, alguien se deslizó entre las sombras de la calle Almafuerte y al día siguiente las pisadas aparecieron desde la entrada del molino, siguieron por el boulevard principal y se fueron perdiendo por una de las tantas calles.
El primero en verlas fue el Dalcio, que con su bicicleta salió como todas las mañanas para tomar su turno en la estación de servicio que había frente al molino y le llamaron la atención esas pisadas y fue siguiéndolas. Cuando entró a la oficina donde estaba el Nereo dormitando, con un grito lo despertó contándole la novedad y los dos fueron a verlas. El Diver les tocó bocina sentado en su rastrojero para que le cargaran gasoil. Lo llamaron para que las viera y en cuestión de horas toda la ciudad estaba hablando de esas pisadas. La radio y el diario local enviaron a un cronista, ya que eran del mismo dueño y lo tenían al Remigio que hacia exteriores.
Comenzaron a realizar todas la elucubraciones posibles, hasta que apareció la policía y el fotógrafo comenzó a sacar las fotos para adosar al sumario iniciado por averiguación de algo que era indefinido.
Algunos opinaban que era algún monstruo que vivía en los fondos del molino y que se alimentaba de los restos de la harina y que esa noche había decidido salir a pasear por la ciudad. Otros decían conocer la historia de uno de los dueños del molino que había tenido un hijo que era un monstruo y lo había escondido en los sótanos del molino, ahí lo alimentaban y ahora seguro había decidido salir a conocer la ciudad. También estaban aquellos que decían que por la forma de las pisadas eran seres extraterrestres que habían descendido en los techos del molino, permitido por su altura y que estaban recorriendo las calles para conocer a los habitantes de este mundo. Opiniones y conjeturas que iban desde monstruos, seres alados hasta marcianos y toda clase de fantasías que fueron alimentando las charlas en las casas, en los cafés y en cada una de las esquinas. Todos hablaban del mismo tema, todos sabían de qué se trataba, todos tenían un amigo que les había dicho la verdad sobre esas pisadas.
La noticia trascendió las fronteras de la comarca y así  comenzaron a llegar periodistas, científicos y toda clase de personajes  que querían ver de qué se trataban esas huellas o decían saber todo sobre ellas.
La calma pueblerina fue interrumpida por autos y grandes camiones con equipos sofisticados para descubrir ese extraño fenómeno. Los trenes llegaban llenos de pasajeros, y los hoteles ya no alcanzaban para tanto visitante, algunos se hospedaban en casa de familias y en los kioscos las revistas tenían en sus tapas a la ciudad y a algunos de sus habitantes que se prestaban para las entrevistas.
Sin embargo había alguien que disfrutaba de todas esas conjeturas que oía mientras caminaba entre sus vecinos y los ocasionales curiosos que venían de pueblos vecinos y de grandes ciudades a ver ese fenómeno que surgió y que nadie podía desentrañar.
Por las noches se montó una guardia para estar atentos y vigilar si ese ser se daba a conocer. También las charlas se fueron convirtiendo en apuestas, se consultaban tarotistas y adivinas, hasta el cura del lugar en todas las misas pedía a Dios que apareciera ese monstruo y él aseguraba que era una señal del cielo para todos los habitantes se redimieran de los pecados que se cometían a diario en esa ciudad. Hasta en un sermón llegó a decir que los tiempos del apocalipsis se estaban cumpliendo y que esas pisadas era el preanuncio del final del mundo.
Él caminaba por las mañanas, almorzaba, dormía la siesta, miraba televisión y volvía a salir un rato por las tardecitas. Luego volvía a su casa, sin ninguna preocupación por las pisadas y hasta con cara de alegría por disfrutar de todo lo que pasaba.
 Con el correr de los días nada nuevo se descubría y poco a poco se fue perdiendo el interés sobre las pisadas. Ya no llegaban de otros pueblos y ciudades, la prensa se fue retirando. Solamente se hablaba en algunos momentos de ese hecho. La policía archivo la denuncia por no encontrar a los culpables ni responsables, el cura volvió a pedir plata en sus sermones para terminar las torres del nuevo templo.
El Dalcio siguió saliendo todas las mañanas con la bicicleta para ir la estación de servicio de los Porcari, el Diver se bajaba del rastrojero, sacaba la tapa del tanque y esperaba que el Nereo pusiera  la manguera para seguir llenando el tanque de gasoil como lo hacía durante todo el año, salvo para año nuevo.
El Remigio continuó haciendo los exteriores para la radio y el diario de los accidentes de cada día, cubría los partidos de futbol del club local, en las noches los partidos de básquet y la vida siguió con su rutina diaria para cada uno de los habitantes de la pequeña ciudad.
El Avelino seguía con su sonrisa, durmiendo la sagrada siesta y mirando las series de televisión en blanco y negro.  El día que el Avelino murió de un ataque al corazón su hermana Palmira encontró un cuaderno “Gloria” de hojas cuadriculadas, y atado con una bandita elástica. Lo dejó sobre la cómoda y una noche mientras dormía algo la sobresaltó interrumpiendo su pesado sueño y vio que había algo extraño en el cuaderno, eran unas luces, quedó como petrificada en la cama y observó cómo comenzaron a salir unas pisadas, descendieron y continuaron caminando hasta el jardín y luego se perdieron detrás de la ligustrina que separaba la casa del Avelino, del Molino.