Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








sábado, 30 de mayo de 2020


BIBLIOTECA
PEDRO LUIS ARMANO
LECTOR-MAESTRO-PROFESOR PERIODISTA-ESCRITOR-AMIGO
EN SU MEMORIA

En los años setenta Vinícius de Moraes, el poeta brasileño, visitó la Argentina. Un joven poeta, Santiago Kovadloff. lo visitó en el hotel con el fin de presentarles unos poemas. Vinícius que lo recibió con un vaso de wisky a las 10 de la mañana, con mucha cortesía comenzó a leer uno de los poemas. Vinícius, que había sido encargado en la Embajada de Brasil en Uruguay conocía muy bien el castellano. Le iba diciendo, “muy bien esta palabra, qué buena pero yo pondría esta otra”; “excelente este término, muy bueno…pero probá poniendo esta otra palabra” y así poco a poco le fue cambiando con elegancia, buen tino y respeto cada una de las palabras que Vinícius creía podían enriquecer aquellos poemas. La anécdota, contada las otras noches en la “Tertulias de los jueves” por el poeta y filósofo argentino, me da inspiración al texto en memoria del amigo Pedro Luis Armano.
Vamos a comenzar a transitar los diez años de la Pascua de Pedro. Su recuerdo en nuestra memoria, de aquellos que tuvimos la fortuna o gracia de disfrutar de su amistad, sigue perdurando día a día. Cuando vemos una foto de él, o sacamos un libro de la biblioteca que nos obsequió, o abrimos una agenda y en la letra “A” donde está su nombre, dirección y teléfono, en las charlas con algunos amigos en común siempre aparece su persona, sus palabras, sus gestos y actitudes.


En estos días me preguntaba ¿cómo viviría Pedro estos tiempos de aislamiento social y pandemia? Él que se lavaba continuamente las manos, que comía sin sal –era un leve incordio ir a almorzar con Pedro pues comenzaba siempre preguntando si cocinaban con sal o sin sal,  ya que cuidaba cada detalle de su salud y estética, pienso en el guardapolvo perfectamente planchado por Licha o Dora, a quienes respetaba y quería con un gran afecto.

Seguramente mantendríamos por WhatsApp  las interminables charlas que solíamos tener por teléfono. Eran tiempos donde las redes sociales no habían hecho ebullición en el mundo, recién comenzaban a asomarse, a pispiar a los seres humanos que en poco tiempo seriamos abordados por ellas. Sin embargo hoy vemos su utilidad en todos los aspectos, desde lo educativo hasta las compras on-line. ¿Qué diría Pedro de este “nuevo mundo posible que habría la tecnología”?

Pedro con quien se podía charlar de política, de libros, de cultura en el amplio sentido, desde cine, música, cuadros, teatro y todo el abanico de temas que se pudiera imaginar. Siempre atento a lo que al otro le gustaba o necesitaba. Su seriedad matizaba con un fino humor, irónicamente sarcástico, pero sin perder su compostura ni siquiera en el tono de voz y dejando a su interlocutor en un desapercibido off-side, hablando en términos futbolísticos.
Podría contar cientos de historias, cada uno de los que lea estas líneas también recordarán –pasarán por el corazón, de eso se trata la Pascua- las que vivieron junto al amigo Pedro. 

Siempre respetuoso de aquellos que pensábamos distinto y cerrando con la frase cuando algo no lo convencía: “lo pensaré”. Hicimos juntos un libro sobre educación que se llamó “Educación ¿problema o dilema?”, cada uno escribió sus textos y fue prologado por el Profesor Roque E. Dabat, en ese momento vice-rector de la Universidad de Quilmes, su escrito fue un artículo más del libro. Pedro, sin conocerlo, estaba feliz de que alguien se tomará el tiempo para potenciar nuestros textos. Los tres teníamos opciones políticas diversas pero pudimos anclar en el mismo texto y compartiendo las mismas páginas. ¿Qué pensaría Pedro de la grieta existente y dónde estaría situado?

No deseo extender estas líneas y por eso vuelvo al primer párrafo a la historia de Vinícius y Santiago. Para mi persona tuvo la misma actitud de Vincíus hacia el joven Santiago. Yo le llevaba textos y él con paciencia y delicadeza me iba haciendo observaciones y correcciones, siempre desde “quedaría mejor así”, “si ponemos esta palabra le va a dar más fuerza a la idea” o “deja que esto lo piense el lector”. Un maestro con todas las letras, lejos de anular al alumno o al principiante, Pedro lo estimulaba a la superación, a la búsqueda y a la corrección. Así también lo hacía con la lectura de los libros, sugería, alentaba, guiaba, no imponía. ¿Qué diría de estos tiempos donde se quiere imponer el pensamiento único?

Por eso en este aniversario le hago a Pedro dos regalos: el primero es una frase que tallé en estos días: “La pandemia es una coma en la escritura de la humanidad que seguirá escribiendo su historia” y el otro es el texto “INSUMISOS” de Tzvetan Todorov. Seguramente ambos le habrían gustado y sostendríamos largas tertulias sobre la frase y sus significados y la relevancia de los testimonios narrados en el libro.
Como lo expresé hace años en el escrito “Al maestro con cariño”: Este monje adulto le dice a usted Pedro que tenga la tranquilidad que la letra escrita tuvo un gran sentido porque cultivó el don maravilloso de la amistad.

Sergio L. R. Dalbessio, Bernal, Mayo de 2020.
Nota: los libros que se ven en la primera foto me fueron obsequiados por la Familia de Pedro, por pedido de él. Les agradezco su desprendimiento. Gracias.

lunes, 11 de mayo de 2020

TIEMPOS


El siguiente texto denominado TIEMPOS, es un llamado texto libre, escrito con retazos de recuerdos y girones de realidad. Los personajes, en su mayoría reales pudieron o no obrar de esa manera, en la imaginación de un niño fueron quedando hilvanadas frases, rostros, escenas, palabras, situaciones que luego de tantos años vuelven a surgir. Lo escrito son memorias inconclusas que fueron desempolvadas en estos días gracias a un amigo de San Francisco, Daniel Musso, que tuvo la gran deferencia de enviarme las fotos que ilustran este texto y que son de ese barrio de la niñez y adolescencia. Algunas casas están como en esos años, otras se han reformado con el paso implacable del tiempo, pero en el corazón y en la mente han quedado esas personas que fueron parte de mi vida, sin ellas no podría ser quién soy hoy.

TIEMPOS 

Caminaba a la casa de Néstor cuando el tipo que iba manejando el rastrojero modelo 62 de color azul se acercó al cordón y me dijo: “subí pibe que vamos a dar una vuelta”. Lo reconocí por su chaqueta color caqui, el cigarrillo ladeado que largaba el humo por la ventanilla y luego por el largo y pesado silencio que mantuvimos durante el viaje.


Me dejó en la esquina de Gerónimo del Barco y Boulevard Juan B. Justo diciéndome que en un rato me pasaba a buscar. Cuando baje yo estaba vestido con el pantaloncito blanco de tela gruesa, la camiseta de River sin ninguna propaganda, las medias por debajo de las rodillas y los gastados botines “Sacachispas”.

Vi al Batán entrar con su andar apurado en la verdulería y pase diciéndole “Hola Batán”, él estaba feliz porque “su boquita” había ganado ese domingo en el campeonato Nacional. Él siguió atendiendo con su eterna sonrisa y haciendo sus viejos chistes. Gire mi cabeza hacia Sáenz Peña y  vi que venía la señora del Batán caminando por la vereda que tenía sombra con el eterno diario que tapaba su cabeza del sol. Mi caminata siguió por esa calle de la infancia. Estaban Don y Doña Ríos frente a la puertita azul sentados en unas pequeñas sillas mientras charlaban y tomaban mate.

Don Chiappero cargaba la camioneta Ford 100 con cigarrillos y golosinas para hacer el reparto diario y su señora le alcanzaba los anotadores y un block de papel. Seguí, no sé si ellos me veían, intuyo que no.

Ahí estaba el Arnolfo con su soplete que lanzaba una llama azul y blanca, tenía puestas sus antiparras enormes. Apagó el soplete se levantó las antiparras y comenzó a gritar DIIIIAAANNNAAAAA. Enseguida se acercó Diana, su perra de caza de color blanco con pintas rojas y el Arnolfo le tiró una galletitas. Mirarlo y escucharlo en ese viejo galpón donde hierros y chapas adquirían forma bajo ese soplete mágico era algo de otro mundo. Su figura siempre me pareció de alguien que venía de otro tiempo y lugar. Años después cuando leí “El eternauta” no pude dejar de pensar que Juan Salvo, ese héroe social que viene a salvar a la Argentina era el Arnolfo, hasta creo que Héctor Oesterheld y Francisco Solano López pasaron por ese taller y al verlo se inspiraron para escribir y dibujar la historieta.

De la casa de ladrillos con muchas plantas, flores y tres grandes paraísos que daban sombra en el final de ese patio cuya pared medianera lindaba con mi casa salía Don Bertín, con su ramita de ruda que sobresalía de la boca y Doña Bertina que lo despedía dándole una bolsa y un papelito para hacer las compras en el almacén de los Tuninetti. Doña Bertina después le alcanzaba un mate a su hija la Punín que se iba a trabajar con el Moncho, su vecino, hijo de los Montoya con el cual noviaba. Esto último era un secreto –conocidos por todos- porque eran novios grandes y eternos, y eso los chicos no lo teníamos que saber. El Moncho trabajaba en el escritorio de los Terraf me decía siempre mi papá, con eso quería decir que era alguien importante. Con el tiempo fui descubriendo que todos los que trabajaban en escritorios eran tan cagatintas como lo fui yo durante años. 


Al frente vi a mis tíos abuelos, Francisca y Yuanin. La tía con su pelo blanco y su abrigo negro, y el tío con su cara de bueno, tenía puesta su gorra marrón y el poncho que le cubría las espaldas. Caminaban al lado de los tíos la Chita, la Aurora y el Pocho, sus hijos.

Me encontré con los hermanos Bañasco, todos solteros, en voz baja les decíamos “los solterones”. El flaco Bañasco que trabajaba el almacén de ramos generales de Godino Hermanos, siempre chistoso y sonriente, su pelada parecía siempre estar lustrada; el gordo que era más serio e iba en su bicicleta estilo inglés que soportaba su peso sin chistar y la hermana que les alcanzaba un mate antes que ellos  fueran a su trabajo.


Oteo hacia el frente y vi a la Señora del Arnolfo que salía con una bolsita de red azul para comprar el pan, y saludaba con un buen día a los hermanos Alessandri, el Chesco y sus hermanas, todos también solteros y grandes ya sin posibilidades de casamiento.

Don Alessandri, flaco y alto era el único casado de todos los hermanos  y junto a su señora que siempre tenía cara seria sacaban un falcón blanco, bien lustrado. Ellos recogían al César Daguero, que era de nuestra barra de amigos y a su mamá la Selmira, que era maestra, para llevarlos a la escuela. Mientras pateaba el pedal de la Siambretta el papá del César que salía con sus cámaras fotográficas a cuestas para fotografiar la negra realidad que se cernía en esos tiempos por la ciudad y todo el territorio argentino.
Seguía pasando entre ellos, debajo de mi brazo izquierdo llevaba mi pelota de cuero para ir con los pibes a la cancha de Los Andes. Lo vi al Gerardo,  que le decíamos “colate” que también salía con su guardapolvo blanco para la escuela. Don Giustetti, su papá, estaba por subir a su bicicleta marrón  para ir a la carpintería cuando la señora le alcanzó el último mate de esa fría mañana.

Venía arrastrando los pies Doña Dezzi que buscaba al Roberto que se le había escapado. El Roberto era el nieto y tenía una discapacidad en su mente y se iba y nunca quería volver. Era el hijo de una sus hijas, no recuerdo si de la que era gordita o la que era flaca. También tenía un hijo Doña Dezzi que se parecía a Isidoro Cañones y hacía culto de la vagancia y de los proyectos más estrafalarios como aquel que pidió plata para comprarse un terreno y se compró una escopeta con la cual asustaba a los vecinos tirando en las noches a las estrellas, algo que se acabó cuando lo subieron a un patrullero y paso unos días en la comisaria.

Mientras la voz de Roooberrrtoooo seguía martillando mis oídos continué  caminando, los podía a ver a todos, pero lo raro era que ninguno de todos ellos me veía. Al llegar a la esquina de Aristóbulo del Valle estaba el Chachi Quatroccolo, aquel pibe que fue compañero en la escuela pero un año nomás. Su papá sacaba el Torino blanco cuatro puertas, y recordé que lo habían secuestrado en la época de plomo del peronismo para pedir un rescate, pero lo soltaron enseguida, tenía una carpintería con una tal Leiva allí por la avenida 9 de setiembre. Un hijo de ese Leiva vino a la escuela pero su comportamiento desacertado no lo hizo durar mucho en el colegio de curas, aunque el petiso era muy inteligente, le habían puesto el mote de “insecto galerudo” porque se parecía a un cascarudo.

Ya en la calle Larrea vi a don Pereyra que era evangelista, era de andar pausado y caminar muy tranquilo y de profesión electricista. Entré rápidamente al almacén de Don Valdemarin, que llevaba puesta su infaltable  chaqueta marrón y  había un montón de frascos con harina, azúcar, yerba que él abría y llenaba las bolsas de papel madera marrones. Estaba despachando a una vecina que hacía las compras bien temprano. Desde ahí vi a Gilli, el sodero.

Al seguir por Larrea vi  que iba en su bicicleta Doña Adiós Pueblo, le decían así porque tenía la costumbre de saludar a toda la gente que encontraba en su andar. El sastre Boetto y sus dos hermanas también estaban abriendo las puertas de su casa. Rengueaba y tenía una bicicleta negra de mujer. En ese tiempo cuando tenían el cuadro como un triángulo equilátero le decían bicicleta para hombres y sin ese caño era para mujeres. Todos usábamos la segunda porque era más fácil para subir y andar.

También los vi de lejos a los Salvaneschi, a los Milajer, a Doña Ema la santa mujer del barrio que le estaba curando el empacho a un nene y mientras preparaba la Virgen para llevarla a la casa de algún vecino, era una de las tantas novenas en honor a María. Doña Ema lidiaba con su esposo el pelado Rodríguez, que tenía fama de mujeriego y con uno de sus hijos vivía de noche y de la noche, parecía un atorrante al estilo Cacho Castaña.

El Mingo Goethe sacaba una bicicleta que recién había terminado de arreglar y se la entregaba a un chico flaco diciéndole que la tratara bien y siempre anduviera con las gomas infladas, a lo lejos tuve la sensación de que ese chico era yo cuando tenía unos años más.

Don Rodríguez estaba ensayando con su orquesta para la fiesta del sábado y tocaban la música de un cuarteto cordobés, mientras Doña Rodríguez con su voz finita y suave llamaba para acariciar un gato que pasaba por la vereda. El gato levantaba su cola ronroneando y agradeciendo con su maullido las caricias dadas. Fue Don Rodríguez aquel hombre que en silla de ruedas sin sus dos piernas y sus anteojos negros que le dijo a mi hermano “cuando puedas ándate de aquí y no vuelvas más”, cada vez que miramos ·Cinema Paradíso” recordamos cuando Alfredo le dice a Totó que se vaya y no ceda a la nostalgia y no se acuerde de ellos ni les escriba.

Don Gerván, el negro, volvía en su bicicleta azul de trabajar en el ferrocarril y la Rosa Gamba con su paso  apresurado salía de atender al último cliente que se había ido del almacén, no antes haber intercambiado información sobre la vida de los vecinos emulando a los espías soviéticos y norteamericanos que vivían entre secretos la guerra fría.
La familia Rossi, que tenía una cantidad innumerable de hijos, estaban todos jugando en la vereda, mientras su papá tomaba un mate que le cebaba su mamá antes de irse a trabajar a la obra. Uno de ellos sordomudo estaba abrazado a su mamá. Era gente sencilla, de escasos recursos pero todos ellos siempre estaban bien vestidos y limpios.


La Ana María salía con sus tías y todas ostentaban orgullosas sus kilos de más. Su cumple de quince fue lo mejor que nos sucedió en el barrio, fue la única fiesta porque después no tuvimos otra. La narración de su tío sobre cómo decoró la torta de chocolate luego de un fuerte dolor de estómago desahució nuestros deseos de devorarla.

Observé al Rudy, verdulero, soñador y quijote, y sus hijos, con los que nos juntábamos a la siesta a escuchar música y hacer algunas bromas por teléfono, que estaban discutiendo y preparando los cajones para empezar la mañana de trabajo.

Vi al Jorgito con su abuela que salían para el centro; mientras su tío el Alberto subía a la bicicleta e iba a pintar la casa de los Medrano. La familia Gallego cuya mamá era muy seria y a su papá le gustaba salir de farra, y tenían tres hijas que siempre estaban impecables: la Mónica, la Mabel y la Marcela.

Doña Fenoglio, rengueando como una perdiz que tenía un ala boleada se reía y le brillaban sus dientes engarzados en oro.. Él Chiche salía con su Valiant color rojo, era un empedernido solterón y especie de von vivant siempre parado frente a su casa en la vereda. Muchos años después supe que tenía hijas con aquella novia que trabaja en las oficinas de ENTEL.

Don Sará estaba parado en la vereda saludando a su hija Mónica que partía para el trabajo y le comentaba a una vecina sobre su hijo que andaba por el mundo integrando el conjunto folclórico “Los Andariegos”.

Don Bischoff que se dedicaba a la zingueria, siempre con su mameluco  y su señora o sea Doña Bischoff que caminaba muy despacio, casi imperceptible a los que estábamos cerca, estaban apoyados en el tapialito de su casa. Eran alemanes y cascarrabias, nunca nada les venía bien. En el barrio había poca luz, la municipalidad puso unas torres con focos que se llamaban “vía blanca” y Don Bischoff rezongaba porque atraían bichos por la noche.

Don Bessone, un viejito que usaba anteojos oscuros y que tenía auto de origen alemán, pequeño y de color gris, que mi tío Dino le compró para llevárselo a su pueblo chico, San Jorge. Años después me dijeron que ese auto lo había usado un jerarca nazi que había huido de Alemania, pero al intentar averiguar algo más nadie quiso hablar. La familia Bessone tenía un altillo, siempre se rumoreaba que había algo extraño, un hijo o una especie de ser inacabado humanamente, fallamos siempre en nuestros intentos de descubrirlo.

Don Aldo Salvaneschi que llegaba con su bicicleta del trabajo, almorzaba, descansaba un rato y ya se ponía en su taller a construir las hamacas, calesitas, trepadoras, subibajas rojos y blancos que Papá Noel o los Reyes llevarían a los niños en la nochebuena o el 5 de enero por la noche. Sus hijas Norma y Nelly noviaban en la vereda ante la atenta vigilancia de Doña Chiche, una mamá buena, sonriente pero con los ojos de halcón, vigilante de las hijas y sus pretendientes.


Los Pecchio vivían en la esquina en esa casa antigua con un gran patio. Tenían un grupo musical y tocaban música de los Beatles, estaban ahí todos los amigotes con sus motos de la época que tenían cruces, espadas y otros chirimbolos como adornos.
Desde la otra vereda me pareció ver al Dante, si era el Dante Panzeri, fue el único que me saludo y me dijo levantando un libro con su mano izquierda “no te olvides de leerlo”, mis ojos alcanzaron a ver el título “Fútbol dinámica de lo impensado”. Venía de la terminal de ómnibus,  había vuelto en El Turista desde Buenos Aires, era 14 de abril de 1978 y ese fue su último viaje.

Los vi a mis abuelos, la nona Teresa le alcanzaba un mate a mi abuelo y le decía en piamontés “Lurenz anda a comprar el pan y tráeme alguna masita, ya estoy cansada de comer siempre pan”. Al entrar por el pasillo vi a mi viejo Imar llenando los sifones de soda y a mi padrino Olivio saliendo a repartir. Desde lejos mi viejo le gritaba que no se olvidara de llevarle soda a “la chica linda”. Mi perro Bochita atado con la cadena en su cucha de cemento ladraba como si me viera, pasé a su lado, lo acaricié, pero él siguió ladrando a una clienta que se acercaba con un sifón.

Vi  de pronto a un chico jugando solo con su pelota y relatando al estilo del gordo Muñoz  un partido de fútbol, hacía los goles y atajaba los otros, gritaba, se enojaba y levantaba los brazos cuando ganaba y ponía cara triste cuando perdía, creo que lo reconocí enseguida en ese rincón de la casa que era mi territorio de soledad y de magia.  Sentí  un olor a carne al horno con papas que cocinaba mi mamá Elsa, tenía su delantal y los ruleros que le habían puesto en la peluquería el día anterior, de ahí deduje que era día viernes porque ella iba los jueves por la tarde a la peluquería. Esperaba que se fuera y si mi papá no estaba, yo aprovechaba para revisar todos los muebles en búsqueda de algún regalo mágico o algún secreto familiar, nunca encontré nada. Y sentado debajo de la parra había un nene con flequillo y corte de pelo a lo Balá que jugaba en el patio con autitos, era mi hermano.
De la cocina de la casa de mis abuelos salían mi tía Mirta y mis primas Gabi, Dani, Lauri y el Juan Pablo. Nadie me veía, yo los veía a todos.


Mi fui alejando pasé en medio de todos ellos y me fui alejando, retomé mi camino por la vereda hacia la esquina y pasaba el Antoñito Terraf con su palo largo que tenía en la punta una tapa que sacaba de las latas de dulce de batata  y que él iba empujando cómo un juguete, me miró, creo que me vió, no lo puedo saber porque levantó su mano cuando le dije “Antoñito ¿sabés quién soy yo?” pero él siguió.


El rastrojero ya estaba ahí en la esquina y nuevamente me dijo: “subí pibe que nos vamos para no llegar tarde, él seguía con el cigarrillo en la boca echando el humo hacia la ventanilla y la única música era el ruido de las llaves de los clientes que colgaban de la palanca inútil del limpiavidrios que nunca fue utilizado. Vi el rosario colgado en el espejo retrovisor y en la guantera estaban los anotadores y las facturas que decían “Soda El Sergio” junto a un montón de trapos, tornillos y un viejo destornillador. Antes de bajarme me dijo: “Abrí con la manija de afuera, un día de estos la voy a arreglar”. Recordé esa frase que escuché por primera vez cincuenta años atrás. Seguí caminando por la avenida hacia la calle Ramella mientras las fotos que fui sacando y atesorando en el álbum de mi corazón ya se  iban quedando en mi memoria.