Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








domingo, 29 de abril de 2018

LA LLUVIA


La lluvia caía constante sobre la vereda, la mujer miraba a través del vidrio de la ventana. La lluvia no cesaba. La mujer estaba ahí mirando mientras el humo del cigarrillo invadía la habitación. La gente caminaba protegiéndose de la lluvia con pilotos de colores oscuros y paraguas de colores vivos. El cielo estaba casi oscuro. La mujer giraba sus ojos de un lado hacia el otro. La continuidad de su expresión dejaba una sensación de estar esperando a alguien o tal vez algo. Quizás esperaba un mensaje. Una llamada telefónica o un golpe en la puerta. Nada de eso sucedía mientras ella estaba observando. No muy lejos de ahí el mar se notaba embravecido. 

Las olas se agitaban y pegaban muy fuerte sobre las piedras, volvían a replegarse y a realizar en forma incesante el mismo movimiento. 
Él observaba desde el torreón el barco que salía hacia alta mar. Conocía el nombre de ese barco porque lo había abordado tantas veces en su vida. Su rostro denotaba la vejez que contrastaba con su jovial espíritu. El humo que salía de la pipa recorría la pequeña habitación de ese lugar inexpugnable. Hacía tiempo que había decidido vivir allí. 
Ella levantó la vista y pudo ver a lo lejos el torreón. Conocía historias sobre ese lugar, se las habían contado sus padres y tías cuando era pequeña. Ya era adulta y pensó que esas historias de fantasmas, muertos y aparecidos eran para no llevarla cuando ella quería ir hasta el torreón. 
Él pensaba en las historias de fantasmas, muertos y aparecidos que escribía y otros leían. Ella un día cualquiera  entró  a la librería y se encontró con el libro de él. Esa noche lo leyó de un tirón. Cuando el teléfono sonó tres veces, ella apagó el cigarrillo, se puso el piloto beige, un pañuelo azul en el cuello y el gorro gris de lana en su cabeza. Salió caminando hacia el mar. 

La continuidad de los pasos simples y serenos denotaba que no había apuro. La lluvia ahora pegaba sobre ella. 
Él seguía mirando a lo lejos, cada tanto recargaba la pipa con tabaco. Ella se detuvo cerca del espigón, podía oír las olas chocar con violencia contra ese entramado de piedras, hierros y maderas. Él ya no podía ver el barco que se había perdido en la lejanía de ese mar. 
Ella quiso ir a conocer esas historias que le contaban cuando era pequeña. 
Se encontraron en ese espacio donde la continuidad de los hechos testimoniaba que se habían conocido desde siempre.
Sergio Dalbessio