Hace tiempo que he comenzado un Taller de Literatura.
Mi primer maestro literario fue el gran amigo Pedro Luis Armano.
Él me fue guiando por diversas lecturas, en forma paciente y pedagógica. Me fue "haciendo" gustar de las novelas y de los diversos autores. También despertó en mi la necesidad y las ganas de escribir, y ahí el estilo fue periodístico.
Luego de un tiempo de ostracismo literario fui retomando la idea de pulir la escritura.
Es un trabajo artesanal que incluye: mucha lectura, escritura, corrección, reescritura y así a cada momento e instante.
Es Néstor Tellechea, un poeta y escritor bernalense, quién semana a semana me va haciendo conocer a nuevos autores y tiene la paciencia de ir corrigiendo mis escritos y sugiriendo temas e ideas.
Estoy en una etapa de leer cuentos y escribirlos. Voy ensayando, corrigiendo y recogiendo cada día. Hoy voy a compartir un pequeño cuento en el cual confluyen historias diversas, primero me fueron narradas en forma oral y decidí enhebrarlas en un pequeño texto, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.
LA
COCA REDIVIVA
Salimos desde el barrio de
Palermo en el Chevallier e hicimos el viaje en unos cuarenta y cinco minutos
aproximadamente hasta llegar a nuestro destino. Nos estaba esperando Don
Eusebio apoyado en su Torino rojo de cuatro puertas. La figura de él sí denotaba que en los tiempos mozos había
sido integrante del cuerpo de Granaderos a Caballo, dato que conocía porque me
lo habían contado. Volviendo al auto, observé que las llantas estaban cromadas,
la carrocería lustrada y el sol que daba sobre los vidrios, producía un
destello de luz que lo hacía único. Él
me saludo con un apretón de manos bien fuerte, como se estila en los pueblos de
nuestras provincias. Nos invitó a subir al Torino, me hizo señas que me sentara
adelante, me acomodé en una mullida butaca y me puse el cinturón. El cinturón
es un elemento agregado porque los torinos no los traían de fábrica, me agregó.
Observé el volante que era de madera impecablemente
lustrado como también el tablero con “blem”, el olor lo delataba. Brillaba todo en su interior y del equipo de música emergía
la voz del Mudo.
El Torino se puso en marcha
hacia ese barrio desconocido para mí, en el norte del Gran Buenos Aires. Según
pude saber, ese Torino era 1970 S Sedán, con palanca al piso y tantos datos más
que me iba proporcionando Don Eusebio, y muchos ya se escapaban a mi intelecto
de agnóstico fierrero. Soy solamente un usuario de los autos y lo único que
conozco es que me llevan y traen de un lugar a otro. Íbamos tranquilos por la
Panamericana, desviamos por la colectora y comenzamos a transitar barriadas de
casas bajas y jardines al frente, así de a poco el paisaje iba cambiando de
composición y nos adentramos en un barrio donde el cielo se puede observar a
simple vista y el aire es sinónimo de pureza.
Cuando entré a ser habitante-copiloto
del Torino, me vino el recuerdo de Don Luis Otamendi, que tenía uno igual allá
por los setenta, aunque aquel era de color marrón. Don Luis mantenía algunos
negocios de compra y venta de cabezas vacunas con mi abuelo. Triste historia la
de Don Luis, su hija falleció de leucemia siendo muy joven y la habitación que
ocupó hasta su muerte, quedó tal como estaba, nunca –ni su esposa ni Don Luis-
tocaron absolutamente nada, como si esperaran su regreso; hasta una caja de
cigarrillos abierta estaba encima de la mesita de luz. Como si lo de la hija
fuera poco, Héctor, el hijo de Don Luis, fue chupado por los militares en Córdoba
en los terribles años de plomo y nunca más apareció. Mil conjeturas se tejieron
sobre este muchacho. Desde que estaba escondido en un campo de sus familiares
en Las Petacas, donde nacen los trigales en la provincia de Santa Fe, hasta que
se había ido a Cuba. Lo vi dos o tres veces que vino a casa junto a Don Luis,
recuerdo que era rubio, alto e hincha de Independiente. Juan Carlos, que era
vecino de los Otamendi y con el tiempo se convirtió en mi amigo, me contó que
el domingo antes de irse para Córdoba – la última vez que estuvo en la
ciudad- el hijo de Don Luis le pasó por
debajo de la puerta del garaje unos folletos de un partido de izquierda del
cuál era militante dentro del ámbito universitario. Pero volvamos a nuestro
camino por las calles de Benavidez.
Llegamos y Don Eusebio estacionó
el Toro, como le fue diciendo todo el viaje, frente a una linda casita de color
blanca, con muchos árboles y flores en su frente. Nos salieron a recibir varios perros que me
olían para saber si era de confiar o no. Pasado ese primer detector de buenos
deseos nos adentramos al comedor, allí estaba ella, Doña Gloria, la señora de
Don Eusebio, que me recibió con afecto y cariño como si nos conociéramos desde
siempre.
Nos ofrecieron unos mates
que personalmente saboreé con entusiasmo y ganas después del viaje, y que fue
matizado con algunas tortas fritas que daban sensación de comunión y
fraternidad.
La razón de mi ida era muy
simple. Mis amigos Duilio y Tota se iban un mes de vacaciones a Europa y
necesitaban a alguien de confianza que les preparara a sus padres los remedios
y se los ordenara para que no se equivocaran en los horarios y días que debían
ingerir cada una de las tantas pastillas que tomaban a diario. En ese trámite
estábamos, ellos me enseñaban y yo anotaba prolija y responsablemente, cuando
de pronto llegó ella. Entró impregnando de perfume todo el lugar y se dirigió
directamente hacia mí presentándose: “Soy Mirta, amiga y vecina, para lo que
usted me necesite”. No soy tímido ni tampoco de recular en chancletas, pero
quedé impresionado de esa figura que estaba enfundada en un vestido rojo,
labios rabiosamente pintados también del mismo color y un ostentoso peinado de
los ochenta.
Como se decía en el barrio,
la relojeé de arriba abajo y de derecha a izquierda, preguntándome de dónde había
salido semejante personaje. Haciendo gala de su vecindad, traía un plato con
pedazos de torta que según ella había hecho ese mismo día, al probarla no
podría asegurar la fecha de elaboración, pero daba la sensación de que ya tenía
varios días.
Después de haber anotado
todo sobre la medicación, acordamos que iría los sábados y supervisaría que
tomasen cada uno de los remedios respectivos y que todas las noches a las ocho los
llamaría para preguntarles cómo había estado el día y cómo se sentían. Así que
ese tema fue resuelto rápidamente por ambas partes. Todos obtendríamos algún
beneficio: las personas tomarían su medicación según lo acordado por el médico,
mis amigos podrían viajar tranquilos y yo me ganaría –en estos tiempos de
crisis- unos pesos extras.
Los dueños de casa habían
preparado el almuerzo y nos invitaron a que nos quedáramos, algo a lo que no
nos pudimos negar cuando vimos en el patio la parrilla que tenía entre sus
hierros calientes, abundante carne, chorizos y algunas achuras. El humo
despertó mi fiera interior y los fuelles de mis pulmones se llenaron de ese
olor que te hace ser argentino hasta la médula, por más que detestes serlo el
resto del tiempo.
Mientras esperábamos que el
asadito estuviera a punto, en una mesa, preparada debajo de una enredadera túpida
y bien verde comenzamos a hincarle el diente a la tradicional picadita donde
abundaba el queso, salamines, otros fiambres, aceitunas negras y verdes,
papitas, picles y rebanadas de pan. Al ir saboreando esas delicias, la espera
del asadito no se hizo eterna. Vino con soda, cerveza y gaseosas que eran las
bebidas que estaban sobre la mesa, cubierta por un lindo mantel floreado y una
vajilla impecable que cerraban la escena. Hicimos un brindis por los que iban a
viajar, por los que recién nos habíamos conocido y por ella.
Si por ella, por Mirta, la
del vestido y labios rojos que me hizo recordar a Caloi cuando dibujada a la Mulatona,
pero si aquella era negra, Mirta era más que blanca. ¿Por ella? ¿Cuál era la
razón? Es que entre el final de los remedios y el principio de la picada nos
fue contando sus sueños juveniles que fuimos escuchando entre atónitos y
perplejos. Nos dijo Mirta que ella habría querido estudiar, algo que no pudo hacer porque su infancia fue
pobre, tuvo que salir a trabajar desde chica para ayudar a la familia a parar
la olla y que luego se “ennovió” y como quedó embarazada, no una sino varias
veces, se dio cuenta de que se le había
pasado el tiempo. Atiné a preguntarle como queriendo hacer un corte “qué le
habría gustado estudiar a Ud.”, y nos dijo: psicóloga social. Y de ahí sin
necesidad de generar otra pregunta de mi parte, nos siguió relatando que si
habría podido estudiar esa carrera su objetivo hubiera sido ayudar a las
mujeres que sufren violencia, a aquellas que son flageladas por novios, maridos
o padres y de ahí en más fue una perorata de declaración de principios que la
habían motivado a tener esos deseos sublimes y no concretados de estudiar.
Todos asentimos esos buenos deseos y algunos hasta ensayamos la frase: “Nunca
es tarde para estudiar”, aunque en realidad en nuestro interior pensáramos
distinto.
Estábamos entrándole al último pedazo de vacío
después de descarnar varias costillas, engullirnos un rico choripán, ensartar
algunas achuras y no dejar de picar un pedazo de morcilla, cuando “lá” Mirta
retomó el discurso. Y digo “lá” Mirta, es porque así se la llama a la gente en
nuestros pueblos. Me hizo recordar mi vida por los pueblos santafecinos y
cordobeses donde decíamos “la” Doris, “la” Cristina, “el” Evelio o “el” Arnaldo,
pero siempre con el artículo que precedía al nombre. Esto del artículo desapareció
inmediatamente de mi vocabulario una vez que traspasé allí por los años ochenta
la General Paz y me hice porteño, unitario y ya no usé más el artículo precediendo
a un nombre y la Avenida Callao se transformó
en “Cayao”, haciendo hincapié en la “y” griega diciendo “CaYao”, bien fuerte
para que no dudaran que mi porteñidad.
Todos teníamos todavía
nuestras bocas ocupadas y los dientes bien afilados saboreando los manjares que
venían bien calentitos desde la parrilla cercana, y ¨la” Mirta, como dije, se
despacha diciendo: ¡Cómo me habría gustado ser la Coca Sarli en la película “Carne”!
Todos nos miramos asombrados, y en verdad ella no había bebido más que gaseosas
en todo el almuerzo, incluida la picada, así que no era fruto del alcohol
aquella confesión inesperada para todos los presentes.
Y para beneplácito de
algunos y vergüenza de otros, eso creo, “la” Mirta siguió narrando escenas de
la película, como si las estuviera haciendo en vivo y directo. Ella iba
narrando despegada de nosotros y como si se estuvieran proyectando aquellas
aberraciones que sucedían en la película sobre ese escenario natural que era el
quincho entre enredaderas, amapolas y hortensias. Cómo nos habrá cautivado con
sus palabras y sus gestos que hasta los perros que esperaban que les tiráramos
los huesos, se sentaron y quedaron como hipnotizados por esa figura de “la”
Mirta interpretando a “la” Delicia en la icónica escena de la violación que
ocurría en el camión en ese film dirigido por Armando Bo.
A todo eso “el” Duilio
–esposo de “la” Tota, mis amigos por los cuales yo estaba ahí- comenzó a
ponerse colorado y al final de la narración su rostro tenía un rojo bermellón
que seguro hubiera sido envidia de los pintores más importantes del mundo que
no lo habrían conseguido por más mezclas realizadas. Ese fue un logro de “la”
Mirta –de ponerlo colorado al Duilio- ya que en un momento atinó a decir que “el”
Duilio podría ser ese obrero del
frigorífico cuyo personaje se llamaba Humberto y lo encarnó Romualdo Quiroga, quien la rapta y genera con ese hecho todas
las consecuencias posteriores que sufre la Delicia.
Al llegar a la noche a mi
casa, después de un día de tantas emociones y novedades, antes de acostarme
prendí la computadora y puse en el buscador la película. Mientras la miraba no
podía olvidarme de “la” Mirta y su interpretación, y en un momento no supe si
en realidad “la” Mirta era la verdadera protagonista de la película, y “la” Coca
la que había vuelto del más allá, a la casa de mis amigos, o si todo lo había
vivido o simplemente lo había soñado –pero ya no era lo importante- porque en
tal caso, como dijo el poeta: “Cuando morís, si tenés suerte, durante un tiempo,
sos un recuerdo”.
S.D.
sdalbessio@gmail.com