ADAM y JAVA EN BABEL
“Fue por este río de
sueñera y de barro que vinieron las proas a fundarme la patria”
(J. L. Borges)
Luego de un día lleno de preocupaciones y que le
urgió buscar variadas soluciones recibió la visita de familiares a los que tuvo
que cocinarles y además de dedicarle un tiempo jugando con sus nietos.
Antón entró a la ducha que despedía de los
orificios de la alcachofa redonda unos chorros delgados de agua bien caliente,
quedó varios minutos recibiendo en su cuerpo esos hilos de agua que lo
devolvían a su humanidad. Cerró la llave de paso del agua, salió con cuidado de
la bañera, se secó con un grueso toallón blanco de algodón fino, se puso la
bata de tela de toalla de color azul y caminó a su dormitorio. Se sentó a la
orilla de la cama, se puso en la boca una pastilla de paracetamol de 500
miligramos y bebiendo del vaso de agua que estaba en la mesita sintió que la
misma se deslizaba por su garganta y pensó que eso lo haría descansar. Reposó
su cabeza sobre dos almohadas y con el control remoto puso el canal de música
clásica, y poco a poco entre violines, contrabajos y pianos que susurraban una
música medieval se fue durmiendo.
Los duendes o fantasmas que salen por la noche abordaron sus pensamientos y se vio levantando piedra sobre piedra, estaba edificando sin saberlo aquella torre que un lugar llamado Babel traería, según cuenta la historia, un sinnúmero de lenguas y que los hombres no se podrían ya comunicar con la familiaridad que lo venían haciendo. Pedía pan y agua en su idioma pero los demás no lo comprendían tuvo que usar sus manos para hacer señas y obtener lo que quería. A la noche mientras el fuego iluminaba los rostros cansados cada uno de ellos comenzó a cantar, musitar o recitar en voz alta con sonidos ininteligibles, no se sabía si eran poemas o bien salmos, pero el corazón de cada uno vibraba con los que decía y con lo que escuchaba.
Los sueños no querían abandonar esa noche a
Antón y siguió caminando por el desierto junto a otros hombres y mujeres. Fue
sintiendo el sol en su cuerpo que sudaba y su garganta seca que pedía agua.
Divisaron a cierta distancia el mar y algunas embarcaciones. El último tramo lo
hicieron, a pesar de su agotamiento, casi corriendo. Los tripulantes de aquellas
barcazas los miraban azorados y comprendieron sin mediar palabra su
desesperación. Saltaron algunos de ellos para auxiliarlos. Bebieron del agua
que les fueron repartiendo esos hombres de mar y sus lenguajes eran similares,
como si desde aquella torre que los separo hasta este mar que los unió alguien
se hubiera apiadado de sus desgracias.
La noche tenía un cielo poblado de estrellas,
eran como preciosos diamantes sobre un paño negro que no tenía ni principio ni
fin. Los caminantes y navegantes se unieron en una fiesta, siempre alrededor
del fuego, bebidas y pescados eran las delicias de aquellos pocos seres humanos
que parecían habitaban la tierra. Antón observó en un rincón a un hombre que
estaba solo. El líder del grupo de los hombres de mar se le acercó a Antón que
era considerado el guía de los hombres que venían del desierto y le dijo:
“aquel es Caín, nadie lo puede tocar, el mismo Dios que paseaba por los
jardines de la creación se nos acercó trayéndolo y dándonos la misión de que lo
debemos cuidar”. Y entre cantos y risas aquellos primeros seres humanos pasaron
esa primera noche juntos. La luna los iluminaba a todos por igual. La humanidad
había conocido la violencia de Caín sobre Abel, la idea de llegar hasta el
cielo en Babel y la paciencia y misericordia de un desconocido al que llamó
Dios. Mujeres y hombres se amaban sin condicionamientos, eran libres. Antón se
enamoró de Java y en la proa de aquella barcaza en esa noche de luna llena
entre gemidos y susurros engendraron al profeta.
Antón despertó todo sudado, no reconocía donde
estaba, sentía en su cabeza el bamboleo de esa barcaza, recordó a esa mujer
morena y mientras se recomponía de ese sueño pensó en aquella frase que leyó
tantas veces de Jack Gilbert “Mi amor es un centenar de cántaros de miel”.
Se levantó, fue hasta “la toilette” –así rezaba
el cartel que su hija puso en la puerta para darle un toque francés, abrió la
canilla y juntando sus manos se pasó por la cara esa agua fresca y al mirarse
al espejo corrió por su pensamiento aquella frase que había leído unos días
antes “que al vivir su historia personal estaba viviendo la historia de la
humanidad”.
Se dirigió a hasta la mesada de la cocina, se
sirvió un café, lo puso en el microondas, lo calentó y luego ya sentado en la
silla mientras bebía tomó con la otra mano el celular, abrió el WhatsApp y leyó
el mensaje que lo devolvió a la realidad cotidiana.
Sergio L. R. Dalbessio
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