Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








viernes, 21 de junio de 2024

MORIR DE PENA por la PATRIA por Sergio L. R. Dalbessio

Caminaba por la Avenida Belgrano desde  Paseo Colón hacia Lima cuando por alguna extraña razón que no recuerdo me detuve frente al antiguo templo. Mirando hacia sus torres, ahora sí sé el por qué, escuché varias campanadas y divisé en el atrio algo que no podría precisar o identificar con real certeza, similar a una lengua de fuego y de repente estaba ahí adentro.

La habitación era sencilla, piso de madera, una ventana que tenía dos cortinas blancas muy largas que llegaban casi hasta el piso, una de ellas estaba descorrida y dejaba entrar la tenue luz de la primera hora de la mañana. Complementaban el paisaje una desvencijada mesita de luz donde reposaba una vela encendida, una cómoda con un mármol gris que tenía un espejo en forma horizontal y seis cajones, tres de cada lado y no había ningún objeto encima de ella.

En la mesita, además de la vela, había un vaso de agua y una botella pequeña que noté estaba medio llena y tenía una etiqueta que decía “jarabe para…” no pude leer las otras palabras que completaban la frase. Hacia el otro lado de la cama había una palangana que era sostenida por una simple estructura de hierro y sobresalía un pequeño gancho del cual colgaba una toalla de color blanco sin utilizar.

En la húmeda y descolorida pared, sobre el respaldo de la cama pendía una cruz con un Cristo renegrido, deduje por su estado que no había sido limpiado en años. La cama era simple y de hierro; las sábanas, una frazada y una colcha que parecía un poncho como los que usan los gauchos en tierras salteñas tapaban a aquel ser humano que apenas respiraba. Noté su jadeo,  vi sus ojos entrecerrados, su fina nariz, su escaso pelo de color rubio que estaba despeinado y sus manos entrecruzadas encima de su pecho.

Sentí que alguien había tomado mis pensamientos y me había transportado al pensamiento de aquel ser yacente, casi sin vida y a escasos instantes de morir, según lo que yo podía intuir. Vi su infancia en la pequeña aldea donde el niño estudiaba y algunas veces salía a jugar en las calles de tierra; escuché que decía algunas palabras en guaraní que le había enseñado su mamá que le contaba historias de míticas salamandras y de demonios que aparecían allí en Santiago del Estero y también otras palabras pronunciadas en italiano que le enseñaba su papá. Aparecieron uno a uno los rostros de sus quince hermanos, sus días en el colegio San Carlos, el viaje a España a estudiar derecho, el dolor cuando a su padre le confiscaron los bienes y todo lo que él luchó para su restitución. Seguían sus recuerdos desfilando por mis ojos, sus primeros trabajos en Madrid, y la importancia de la revolución francesa y la declaración de los derechos del hombre que marcarían de por vida sus ideales.

Lo veo haciendo un largo viaje en barco para rumiar las nuevas ideas que se iban esparciendo por las tierras americanas y  el nombramiento de ese joven como secretario del consulado. Observo ese hombre ya adulto  frente al amplio cabildo un día otoño del mes de  mayo 1810 y entrando luego a formar parte de la Primera Junta. No tiene  formación militar pero sin embargo es enviado en misiones militares. Noto unas leves lágrimas cuando recuerda la derrota de Ayohuma pero parece insuflarse su pecho cuando se le aparecen mujeres, niños y varones que lo acompañaron en el éxodo jujeño. Le surgen imágenes de las multicolores montañas de Jujuy y Salta, a pesar de su fragilidad la memoria le trae los días que con gran estrategia y escasos recursos repele a los realistas.



Hay un momento que parece recobrar vida su lánguido cuerpo. Sus manos y brazos se mueven casi imperceptiblemente como si se estuviera abrazando con Don José en aquella posta pérdida de Yatasto, cuando le entrega el valiente ejército que había logrado formar.

Lo veo irse nuevamente a Europa y regresar por estas tierras en tiempos de anarquía. Pasaron  como un film sus escritos, sus frases, sus peleas, su bravura, su fina estampa de hombre de buenos modales pero de opciones fuertes y valientes. 

Casi en el final lo veo bajando por las escaleras del barco ya enfermo, débil y caminando solo hacia su casa. Sube a su habitación, tiene muy pocas cosas y se las va entregando a su médico en parte de pago por las atenciones que este le dispensa con el fin de atenuar en parte sus crueles y cotidianos dolores.

Escucho en forma de murmullo una última frase que recita como una letanía, apenas abriendo sus cansados labios, “siento una gran pena por mi tierra, me estoy muriendo de pena por ella”.

Una fuerza me arranca de esa habitación pero quedan en mis retinas  lo que estoy relatando y en mis oídos las palabras que escuche de boca de ese hombre moribundo que estaba a pasos de su solitaria muerte.

Seguí caminando, bajé en la estación del subte Belgrano, era temprano, pasé la tarjeta por el lector y una vez habilitado descendí llevado por las escaleras mecánicas, me senté en un banco de  granito rústico, no había nadie en ninguna de las dos plataformas, saqué de mi bolso una libreta de tapas negras y escribí lo que había vivido, soñado o pensado.

A esta altura de mi vida no sé si fue realidad o fantasía, pero lo cierto es que vi a Don Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, al querido general de las figuritas que pegaba en mis cuadernos de la primaria morir de pena, y sí recuerdo que lo único que hice fue taparlo con una bandera celeste y blanca que guardaba prolijamente doblada en mi campera invernal por si la necesitaba algún día para probar además de mi identidad que esta es la bandera  mi patria, o tal vez mejor “la bandera de nuestra patria”.


@derechos reservados.

domingo, 5 de mayo de 2024

ADAM y JAVA EN BABEL

ADAM y JAVA EN BABEL 

“Fue por este río de sueñera y de barro que vinieron las proas a fundarme la patria”
(J. L. Borges)


Luego de un día lleno de preocupaciones y que le urgió buscar variadas soluciones recibió la visita de familiares a los que tuvo que cocinarles y además de dedicarle un tiempo jugando con sus nietos.
Antón entró a la ducha que despedía de los orificios de la alcachofa redonda unos chorros delgados de agua bien caliente, quedó varios minutos recibiendo en su cuerpo esos hilos de agua que lo devolvían a su humanidad. Cerró la llave de paso del agua, salió con cuidado de la bañera, se secó con un grueso toallón blanco de algodón fino, se puso la bata de tela de toalla de color azul y caminó a su dormitorio. Se sentó a la orilla de la cama, se puso en la boca una pastilla de paracetamol de 500 miligramos y bebiendo del vaso de agua que estaba en la mesita sintió que la misma se deslizaba por su garganta y pensó que eso lo haría descansar. Reposó su cabeza sobre dos almohadas y con el control remoto puso el canal de música clásica, y poco a poco entre violines, contrabajos y pianos que susurraban una música medieval se fue durmiendo.

Los duendes o fantasmas que salen por la noche abordaron sus pensamientos y se vio levantando piedra sobre piedra, estaba edificando sin saberlo aquella torre que un lugar llamado Babel traería, según cuenta la historia, un sinnúmero de lenguas y que los hombres no se podrían ya comunicar con la familiaridad que lo venían haciendo. Pedía pan y agua en su idioma pero los demás no lo comprendían tuvo que usar sus manos para hacer señas y obtener lo que quería. A la noche mientras el fuego iluminaba los rostros cansados cada uno de ellos comenzó a cantar, musitar o recitar en voz alta con sonidos ininteligibles, no se sabía si eran poemas o bien salmos, pero el corazón de cada uno vibraba con los que decía y con lo que escuchaba.


Los sueños no querían abandonar esa noche a Antón y siguió caminando por el desierto junto a otros hombres y mujeres. Fue sintiendo el sol en su cuerpo que sudaba y su garganta seca que pedía agua. Divisaron a cierta distancia el mar y algunas embarcaciones. El último tramo lo hicieron, a pesar de su agotamiento, casi corriendo. Los tripulantes de aquellas barcazas los miraban azorados y comprendieron sin mediar palabra su desesperación. Saltaron algunos de ellos para auxiliarlos. Bebieron del agua que les fueron repartiendo esos hombres de mar y sus lenguajes eran similares, como si desde aquella torre que los separo hasta este mar que los unió alguien se hubiera apiadado de sus desgracias.


La noche tenía un cielo poblado de estrellas, eran como preciosos diamantes sobre un paño negro que no tenía ni principio ni fin. Los caminantes y navegantes se unieron en una fiesta, siempre alrededor del fuego, bebidas y pescados eran las delicias de aquellos pocos seres humanos que parecían habitaban la tierra. Antón observó en un rincón a un hombre que estaba solo. El líder del grupo de los hombres de mar se le acercó a Antón que era considerado el guía de los hombres que venían del desierto y le dijo: “aquel es Caín, nadie lo puede tocar, el mismo Dios que paseaba por los jardines de la creación se nos acercó trayéndolo y dándonos la misión de que lo debemos cuidar”. Y entre cantos y risas aquellos primeros seres humanos pasaron esa primera noche juntos. La luna los iluminaba a todos por igual. La humanidad había conocido la violencia de Caín sobre Abel, la idea de llegar hasta el cielo en Babel y la paciencia y misericordia de un desconocido al que llamó Dios. Mujeres y hombres se amaban sin condicionamientos, eran libres. Antón se enamoró de Java y en la proa de aquella barcaza en esa noche de luna llena entre gemidos y susurros engendraron al profeta.


Antón despertó todo sudado, no reconocía donde estaba, sentía en su cabeza el bamboleo de esa barcaza, recordó a esa mujer morena y mientras se recomponía de ese sueño pensó en aquella frase que leyó tantas veces de Jack Gilbert “Mi amor es un centenar de cántaros de miel”.
Se levantó, fue hasta “la toilette” –así rezaba el cartel que su hija puso en la puerta para darle un toque francés, abrió la canilla y juntando sus manos se pasó por la cara esa agua fresca y al mirarse al espejo corrió por su pensamiento aquella frase que había leído unos días antes “que al vivir su historia personal estaba viviendo la historia de la humanidad”.


Se dirigió a hasta la mesada de la cocina, se sirvió un café, lo puso en el microondas, lo calentó y luego ya sentado en la silla mientras bebía tomó con la otra mano el celular, abrió el WhatsApp y leyó el mensaje que lo devolvió a la realidad cotidiana.
Sergio L. R. Dalbessio

Todos los Derechos Reservados. 



lunes, 30 de octubre de 2023

IGLESIA y PUEBLO. Las raíces teológicas de una asociación ambigua. Por Pbro Dr. Lucio Florio.

Iglesia y pueblo. Las raíces teológicas de una asociación ambigua
Pbro. Dr. Lucio Florio[1]
El reciente período electoral deja un sentimiento de perplejidad profunda en la conciencia del católico medio, es decir, de aquel que se siente miembro de la Iglesia y trata de vivir su fe en forma coherente. Una de ellas se origina en la percepción de que una parte importante de obispos, clero y numerosos laicos, a veces de palabra, pero especialmente con gestos y silencios, ha apoyado a un movimiento político caracterizado por uno uso inescrupuloso del poder, con incesantes y escandalosos hechos de corrupción y que, pese a autoproclamarse un movimiento de justicia social, ha dejado al país con más del 40% de pobres, con seis de cada diez niños sumidos en la pobreza. El apoyo de buena parte de la Iglesia católica es evidente. El modo de vinculación de un importante sector de católicos con el movimiento peronista, en función del asombroso panorama de pobreza y desazón que han dejado en sus largos años de gobierno, es poco menos que sorprendente ¿Cómo es posible esto? Opino que hay varios motivos para explicarlo. Uno de ellos es el sustento teórico, cuya expresión más nítida es la llamada “teología del pueblo”.
Cuando en los años ’70 surgió la teología de la liberación como discurso teórico para enfrentar el escándalo de una sociedad cristiana superpoblada de pobres, en Argentina se propuso una teología que no utilizase el método dialéctico del marxismo y, en cambio, se inspirase en el movimiento peronista. Se postulaba que una teología anclada en el concepto de “pueblo”, propio del peronismo, podría dar cuenta del presunto hecho de fusión entre el Evangelio y un movimiento cultural masivo que se decía representaba lo popular. Empezó a pensarse que “pueblo” era lo genuino y, lo demás, era “anti-pueblo”, “anti-cultura”. El razonamiento no se detenía allí, sino que se prolongaba al campo teológico: el pueblo portaba elementos del Evangelio, expresiones del Reino de Dios en su modo de relacionarse, de expresarse, de celebrar. De esta forma, el pueblo y el Pueblo de Dios, la Iglesia, llegaban a entremezclarse como una única realidad. “Pueblo” era “Pueblo de Dios”, y viceversa.
Esta teología del pueblo pareció ser un antídoto para las amenazas marxistas, por una parte, y capitalistas, por otra. Además, lograba reproponer la visión virreinal y jesuítica de una sociedad católica, aunque con la ventaja de tratarse de una cultura radicada no ya en el poder monárquico sino en los estratos inferiores de la sociedad, en aquel confuso terreno de lo popular. Esta expresión llegó a niveles de tanta ambigüedad que dejó de importar que muchos de sus líderes viviesen en barrios privados o en Puerto Madero, en la medida en que adhiriesen a ese paradigma interpretativo. Eran “pueblo”, pese a vivir en el mundo de los dominadores.
La teología del pueblo se suele presentar como la única expresión de la teología argentina, minimizando la existencia de una teología que, apoyada en el Concilio Ecuménico Vaticano II, toma en serio las nuevas formas democráticas de la modernidad occidental. Esta apropiación de la teología argentina puede ocultar la existencia de otros caminos que exploran ámbitos diferentes de la realidad: la teología estética, la teología de la ciencia y la tecnología, etc. Este discurso teológico ha impregnado numerosas iniciativas pastorales, gobernadas por la vaga noción de lo popular. Además, con el paso del tiempo, aquella cultura popular animada por una visión cristiana fraguada en el mundo virreinal, fue convirtiéndose en algo más heterogéneo, donde no resulta fácil discernir siempre elementos cristianos.
Me interesa remarcar lo siguiente: la teología del pueblo se difundió entre sacerdotes, religiosos y laicos, y logró influir claramente en la relación con el poder político a través del peronismo. Éste siempre entendió que la alianza con esta forma del catolicismo argentino debía ser cuidada, puesto que permitía entrar en el imaginario de numerosos ciudadanos. Aun desde posiciones escandalosamente corruptas y negadoras de las instituciones republicanas, el peronismo aparecía como un “partner” esencial, también para muchos obispos y curas que se sentían cercanos y arropados por este movimiento que, cuando le tocaba ser gobierno, se hacía cargo de cuidar a la Iglesia, considerada como parte de su mismo pueblo.
La descripción simplificadora que he propuesto sirve para entender algunos hechos de los últimos años, incluidos los recientes comicios electorales. Mi tesis es que la teología del pueblo que, inicialmente tuvo un sentido valioso al salir al cruce de ideologías fuertes en un contexto de bipolaridad, colonizó el pensamiento de gran parte de la Iglesia argentina. De este modo, produjo un debilitamiento de la conciencia crítica respecto a la tremenda cadena de hechos de corrupción por manos de funcionarios, hechos que explican la terrible pobreza actual de casi la mitad de la población. En cierta forma, esta asociación ideológica a través del concepto de pueblo, permite entender el silencio ante la corrupción y la pobreza crecente.
No todo el que dice “pueblo” entrará en el Reino de los cielos.
En los meses y semanas previas a las elecciones hemos visto lo siguiente: una Misa en desagravio del Papa por dichos de un candidato presidencial; declaraciones de curas villeros o de sacerdotes por el Tercer Mundo sobre la justicia social, atacando a un candidato presidencial pero sin emitir palabras sobre los responsables de la escandalosa “injusticia social” que sumerge a millones de niños y jóvenes a un futuro sin esperanza; fluidas visitas de funcionarios al Vaticano, a muchos de los cuales es difícil identificar con alguna pertenencia parroquial concreta; denuncias por la amenaza con una suspensión de relaciones con el Estado Vaticano -que es una entidad política, no religiosa-, sin formular comentarios por la situación socio-política argentina; el silencio absoluto sobre la corrupción y la violación de la división de poderes, como si la justicia independiente no estuviese relacionada con la verdadera defensa de los derechos humanos; etc. Menciono sólo algunos episodios de una historia de ambigüedades en las que la Iglesia parece sometida a un movimiento político de enorme magnitud, sector ideológico que vuelve a aprovechar este vínculo para reconquistar el poder perdido.
¿Cómo explicar este fenómeno? Obviamente se trata de una realidad multicausal. Sin embargo, no debe ser subvaluada la explicación teórica. Detrás de toda praxis hay alguna teoría que la sustenta. En este caso, la teología del pueblo, difundida por diversos canales educativos y pastorales, es un agente fundamental. Nacida como teología política para defender a los pobres, se ha transformado en aliada ideológica de un sector político que está definiendo la situación presente y futura de muchos ciudadanos, apesadumbrados y desconcertados, conducidos hacia un pensamiento único que nada tiene de liberación. Sería evangélico comenzar a pensar nuevamente la teología política desde raíces más evangélicas y desde una valoración más explícita del sistema republicano de gobierno. Y, naturalmente, debería asumirse un concepto de Pueblo de Dios más teológico, donde quepan todos los caminos políticos orientados por la verdad y la justicia.
[1] Investigador y docente en la Pont. Universidad Católica Argentina. Miembro del Consejo de Criterio. Sacerdote Católico de La Plata.
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lunes, 28 de agosto de 2023

AMPLIAR Y EQUILIBRAR LA MIRADA HISTÓRICA. REVISTA CRITERIO JUNIO/JULIO 2023 AÑO XCVI Nº2499

AMPLIAR Y EQUILIBRAR LA MIRADA HISTÓRICA
A propósito de la investigación publicada bajo el título "La verdad los hará libres”
Sergio L. R. Dalbessio - Licenciado en Educación, fue profesor de Doctrina Social de la Iglesia.
Andrés Marcos Rambeaud - Licenciado en Filosofía, párroco en la Arquidiócesis de La Plata, Jefe de Área de las carreras de Profesorado en Filosofía y Teología en Instituto Terrero y formador en el Seminario Arquidiocesano.
Lucio Florio - Docente e investigador en la UCA, sacerdote de la Arquidiócesis de La Plata, director de DeCyR.
La memoria histórica es esencial para poder enfrentar el futuro y no recaer en antiguas equivocaciones. Lo es también para la Iglesia. En un gesto que fue novedoso, con motivo del cambio de milenio, el papa Juan Pablo II realizó un pedido de perdón por los pecados que la Iglesia había cometido durante su historia. Lo hizo con el apoyo académico de una comisión que estructuró en algunas cuestiones fundamentales lo que habría de constituir el contenido del arrepentimiento eclesial. Más allá del debate producido acerca de cuestiones ligadas a la responsabilidad moral de los agentes del período de historia investigado (ya desaparecidos y, por lo tanto, el perdón se pedía en su nombre), o de cuestiones teológicas (la dimensión histórica, no la mística, de la Iglesia, sería la arrepentida), el gesto se interpretó como una admisión de la dimensión oscura de la intervención de la Iglesia en la historia y un saludable ejercicio de cara a los contemporáneos. Posteriormente, este estilo de reconocimiento de culpas y pedido de perdón, hecho simultáneamente a Dios y a los prójimos contemporáneos, se generalizó también en las iglesias locales.
Es en esta nueva tradición de reconocimiento de lo hecho por la Iglesia en tiempos pasados en donde hay que situar la aparición de La verdad los hará libres, por el momento, en los dos primeros tomos de un total de tres (Planeta, Bs. As., 2023), publicados por un grupo de investigadores de la Universidad Católica Argentina. La obra se presenta como solicitada por el episcopado a la Facultad de Teología y elaborada por un grupo de investigadores y docentes de la universidad, historiadores, teólogos y filósofos. El financiamiento, al menos parcial, provino de una beca de investigación otorgada por la UCA. Su difusión se está llevando a cabo por diversos canales, incluidos algunos institucionales de la misma Iglesia.
FORMA Y FONDO
La primera pregunta que brota espontáneamente en cualquier lector que se topa con esta obra gira entorno a su género literario. La pregunta proviene de una inquietud intelectual, fundada sobre la crítica hermenéutica, que dictamina que las formas literarias condicionan el mensaje. La obra que comentamos es, en este punto, heterogénea. El primer tomo se compone de una crónica confeccionada con testimonios seleccionados, con un hilo conductor puesto por los redactores. El segundo es, por su parte, una publicación de documentos, archivos de la Conferencia Episcopal Argentina, con un importante valor testimonial, pero organizados mediante criterios propuestos por los autores. El tercer tomo, anunciado, constará de opiniones académicas sobre el fenómeno histórico estudiado. Esta triple formalidad literaria demanda, inicialmente, una prevención del lector: no estamos delante de un estudio histórico puro sino de una obra que amalgama datos históricos con interpretaciones particulares, más una narrativa inicial llevada adelante por los responsables del libro. Dicho claramente: no es la verdad histórica pura, sino una combinación de acercamientos a los hechos mediante documentos dados a luz y entrevistas, más una alta dosis de opinión por parte de los responsables de la edición. Esta puntualización hermenéutica lleva, pues, hacia una ulterior calibración epistemológica: no se puede hablar de una verdad histórica que busca una objetividad estricta basada en datos puros, como pueden ser los documentos dados a luz. En realidad, se trata de una aproximación, mediante testimonios y documentos, desde la subjetividad de los redactores y –es necesario admitirlo– indirectamente de quienes tuvieron la iniciativa y encomendaron la investigación, es decir, los obispos de la Conferencia Episcopal.
Esto último se comprende cuando nos situamos en la percepción de un lector no cercano a la Iglesia: lo leerá como un producto de una institución que, ella misma, presenta su propio testimonio y narra su historia.
¿Invalidan estas observaciones el valor de la obra? De ninguna manera. Sólo la ponen en contexto para que puedan evaluarse los matices de evidencias y opiniones que transmite. Bajo esta perspectiva, el título puede resultar engañoso, salvo que, como se ha dicho en algunas presentaciones de la obra, pretenda ser una invitación a aportar más datos objetivos –testimoniales y documentarios– que complementen su visión. En otras palabras, la verdad que libera estaría en el final de un camino del cual esta obra ofrece algunos peldaños.
Finalmente, hay que decir algo acerca no ya de las formas, sino desde el contenido. La obra se propone revisar la actitud de la Iglesia argentina durante el período de violencia de la dictadura militar. En este punto, queda la sensación de que se resalta la posición favorable de parte del episcopado y del clero a la violencia brutal llevada adelante por las Juntas militares. Poco aparece de la actividad de clérigos y laicos relacionados con la guerrilla violenta, incluso en el período previo al golpe de Estado. Sólo para recordar: muchos jóvenes, provenientes de instituciones católicas (Acción Católica, grupos parroquiales, movimientos universitarios, etc.) se volcaron al movimiento Montoneros. Algunos antiguos miembros de Acción Católica fueron responsables del secuestro y posterior asesinato del Teniente General Aramburu (1).
Asimismo, varios sacerdotes y religiosos participaron mediante su conducción pastoral en la ideologización de numerosos jóvenes, entre los cuales hubieron desaparecidos o asesinados. Esta actividad de parte de la Iglesia argentina deber ser integrada en una visión de la historia trágica de aquellas décadas. El temor a incurrir en la “teoría de los dos demonios” puede hacer olvidar que la violencia injusta aparezca, a veces, por dos o más extremos. Está claro que la violencia proveniente del Estado es extremadamente más grave que la producida por civiles, ya que el Estado es el que debe promover la justicia y la paz, y detenta el poder de las armas en función de aquéllas. Pero eso no significa que las acciones violentas originadas en otros sectores no deban ser evaluadas como igualmente perversas. Hay que añadir, desde la perspectiva social, que cuando ciertos grupos Montoneros ligados a la Iglesia comenzaron sus ataques y secuestros, el porcentaje de pobreza era enormemente menor al actual.
¿CUÁNDO EMPEZÓ EL PERÍODO DEL TERROR?
El terror, ¿cuándo empieza? ¿En 1930, como sugiere Ricardo Albelda en su prolijo marco histórico (T. I, Cap. 4: “Del peronismo y antiperonismo al terrorismo de Estado; pág. 193-291)? ¿O en 1976, según la periodización que ofrece el Tomo II (pág. 285ss) al ordenar los textos de los archivos? Habría que hilvanar mejor la narrativa de la época. El terrorismo comenzó antes de 1976, aun cuando después tomara una dimensión brutal. Por tal motivo, violencia subversiva y militar deberían ser relacionadas mediante la "y", y no mediante la conjunción adversativa excluyente "o”.
Aunque se quiera resaltar la absoluta diferencia entre la gravedad de la violencia ejercida desde el Estado respecto de otras, no se puede olvidar que durante los años previos a 1976 hubo un plan sistemático de terror originado en sectores influidos por cuadros de interpretación provistos por regímenes totalitarios de izquierda (2). La expresión “dos demonios” es insuficiente, porque no describe las diferencias, sin embargo, alude a una verdad histórica. Porque, ¿quién puede dudar de la fuerza del mal en los secuestros, bombas y ajusticiamientos en la calle producidos por grupos de iluminados que consideraban que había que dar vuelta violentamente el estado de cosas político del país? El prólogo de Ernesto Sabato al Informe de la CONADEP daba cuenta de ello (3). Su modificación ilegal en sus reediciones, por parte del gobierno de Néstor Kirchner (4), no puede ser transferida acríticamente a la interpretación cristiana de la historia de aquellos años.
En efecto, la memoria eclesial, aun con el dolor que ello provoca, ha de dar cuenta con la mayor objetividad posible de los hechos de la historia y de su responsabilidad en ellos. En ese sentido, es importante ver el todo del proceso histórico donde los años de la dictadura militar fueron precedidos por un período de violencia terrorista (5). Y es en dichos años donde se encuentra una relación entre gente de Iglesia y actos terroristas. El paradigmático caso del secuestro del General Aramburu es uno de ellos, aunque de ninguna manera el único.
Esta laguna en la investigación histórica que comentamos no es absoluta. Hay ciertamente referencias a estos episodios en varios puntos del Tomo I. Sin embargo, el balance final parece ser desequilibrado. Se resalta de tal modo la situación del período militar que, ciertamente –y es necesario reiterarlo– fue muchísimo más grave que la producida durante los años previos. Pero es también preciso afirmar que el gobierno de facto habría sido evitado si se hubiesen enfrentado con los recursos de la democracia, es decir, si así lo hubiesen reclamado los sectores de la vida pública, incluida la Iglesia. Ésta, por lo que parece, no estaba suficientemente convencida del valor de la democracia republicana e, incluso, favoreció caminos violentos por parte de sectores juveniles de sus grupos, sin jamás ser autocrítica al respecto.
La sensación general de La verdad los hará libres es que hubo una fuerza del bien y una del mal, donde algunos sectores de la Iglesia definidos por el nacionalismo católico tuvieron una posición cómplice con la desaparición, tortura y asesinatos de numerosas personas.
La participación, directa o indirecta, de miembros de Iglesia en la violencia previa no está desarrollada.
Queda el sabor de un maniqueísmo (7), caracterizado por un esquema simplista respecto a un período que tuvo blancos y negros, pero también muchos grises.
ALGO QUEDA CLARO: POCOS CATÓLICOS CONFIABAN EN EL SISTEMA REPUBLICANO
Los extremismos de la época dejan entrever una ausencia de confianza en el sistema republicano: prevalecen ideologías ligadas a los socialismos o simplemente marxismos, y otras vinculadas con la tradición nacionalista católica. En aquella época pocas voces reflejaban un pensamiento democrático. Monseñor Vicente Zazpe –que con mucha justicia es mencionado en la obra en numerosas ocasiones– es uno de los pocos que no solamente predicaba contra la violencia, sino que incluía en sus charlas radiales y escritos una fundamentación del sistema republicano de gobierno como camino hacia la paz. 
Muchos recordamos su impactante y valiente “Bienaventuranzas para la juventud” en el estadio mundialista de Mendoza, durante el Congreso Mariano Nacional, en 1980, en plena dictadura. En su mensaje invitaba a los jóvenes a la participación política.
Es cierto que en décadas posteriores se hizo un trabajo de diálogo y fortalecimiento institucional, con una importante participación de algunos obispos. Pero eso no se produjo durante los años violentos de la década de 1970, y tampoco se prolongó en el tiempo.
No hubo ninguna voz que, por ejemplo, cuestionara la modificación del prólogo del Nunca más de la CONADEP, donde habían participado tres obispos católicos. El aliento democrático no estuvo presente en gran parte de la Iglesia argentina –como sí lo estuvo en el siglo anterior, cuando Fray Mamerto Esquiú entendió que defender la Constitución era la clave para poner fin a los conflictos internos–.
A MODO DE CONCLUSIÓN
El libro que comentamos es una fuente documental y reflexiva altamente valiosa. Su sesgo, sin embargo, lleva hacia una memoria parcial, donde no aparecen hechos y personas eclesiales que contribuyeron a la violencia desatada en los años previos a la revolución de marzo de 1976. Es necesario complementarlo, como bien señalan sus autores.
A lo mejor esta obra logre ayudar, en la mirada retrospectiva de aquellas décadas violentas, a revisar ese pasado que tanto gravita en el imaginario de muchos argentinos. Por lo pronto, la voluminosa obra es una importante contribución para hacer memoria documentada y crítica de la historia reciente de la Iglesia. Ojalá conduzca a la aparición de estudios complementarios que colaboren a alcanzar una visión integral de aquel pasado tan triste. Porque, es preciso decirlo, ciertamente la verdad nos hará libres, pero sólo si es toda la verdad (9): la histórica en su integralidad y la cristológica, que nos invita a convertirnos y cambiar de raíz nuestro modo de convivencia social y política.



1. Cfr. Montoneros, El mito de sus 12 fundadores, de Lanusse, Lucas, Bs. As., Editorial Vergara 2005, primera edición. El autor señala que el origen cristiano de la organización se delataba en más de una oportunidad, como cuando anunciaban la decisión de “dar cristiana sepultura” a los restos de Aramburu o pedían “que Dios, Nuestro Señor, se apiade de su alma”, en referencia al asesinato del Teniente General Aramburu.
2. Las acciones violentas prosiguieron durante los años posteriores. Así, por ejemplo, el 1° de agosto de 1978 una bomba colocada por Montoneros explotó en Barrio Norte, sobre la calle Pacheco de Melo, y mató a la hija menor del vicealmirante Armando Lambruschini, Paula, a dos vecinos e hirió a otras quince personas.
3. “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países”. Nunca más, 1984.
4. https://www.lanacion.com.ar/.../controversia-por-el-prologo-agregado-al-informe-nunca-mas-nid807208/.
5. Así lo formulaba, más de una década atrás, Tzvetan Todorov, en “Los riesgos de una memoria incompleta”, El País, 8 de diciembre de 2010.
6. “Casi todos los jóvenes que durante 1970 confluyeron en la organización Montoneros, provenían del campo reformador de la Iglesia Católica. Fue en el contexto del Concilio Vaticano II y en los años inmediatamente posteriores que desarrollaron su primera militancia, al principio sólo social y religiosa. De la mano de numerosos curas, iniciarían en aquellos años un recorrido de consecuencias impredecibles” (Lanusse, op. cit.). Cfr. también: Reato, Ceferino, “Montoneros nació en las sacristías”, Infobae, 3 de marzo de 2014 (https://opinion.infobae.com/ceferino-reato/2014/03/03/montoneros-nacio-en-las-sacristias/index.html).
7. Cfr. Florio, Lucio, "Para una recepción teológica de los años '70", en Criterio, 2174 (9 de mayo de 1996) 203-204; reproducido en Proyecto VII, N° 5 (1996), 37-41 Bs. As.: “El Reino fue en esta época identificado con un proyecto determinado (la patria socialista de los montoneros o la 'occidental y cristiana' de los gobiernos militares). Se puede aprender de estos violentos intentos 'neo-zelotes' de apropiación del Reino de Dios que éste no se identifica con ningún sistema político concreto, ni con ningún partido o movimiento político (cf. Lc 21,8)”.
8. “A veces se espera que la historia dé respuestas simplistas o monocausales porque resulta más fácil de entender, pero la realidad es compleja y requiere diferenciaciones. Hubo distintas opciones entre los laicos, los consagrados y los sacerdotes: sociales, pastorales o políticas, porque sabemos que existían los que pensaban que las transformaciones debían realizarse a partir de los cambios políticos”, (Entrevista a Gustavo Tavelli, Criterio, 2498, Mayo 2023, p. 5). También lo reitera en la página 7, previniendo sobre miradas simplistas.
9. Tal como también lo postula Roberto Bosca en “La verdad que libera es la verdad que completa”, Criterio, 2498, Mayo 2023, p. 50-52.

viernes, 25 de agosto de 2023

BALDOMERO PERLASSA, el crack

Dedicado a aquellos que nos gusta el fútbol jugado por personas de carne y hueso y desconfiamos de los jugadores que son llamados “dioses o mesías”.

 

BALDOMEDO PERLASSA, el crack

Había adquirido el hábito con el correr del tiempo que en la hora del almuerzo solía quedarme en el  comedor de mi lugar de trabajo, en ese momento en la llamada sucursal “James Bond” porque llevaba el número 007  ubicada en la esquina de Rivadavia y Boedo en la Capital Federal. Llevaba la vianda que preparaba la noche anterior, comía mientras dialogaba con algún ocasional compañero  y después me reservaba quince minutos para ir hasta el bar de la esquina y bebía un ristretto que el negro Gómez encargado del lugar al verme entrar ya me preparaba. Luego volvía para seguir las actividades hasta el horario de salida.

Ese día jueves 31 de mayo del año 1985 no había gente porque una fuerte tormenta estaba haciendo estragos en la ciudad y nosotros los pocos empleados que  pudimos llegar teníamos más tiempo para charlar. Luego las crónicas nos contarían que desde las 9 de la mañana de ese  día hasta las 9 del día siguiente  llovieron sobre la capital  más de 1884 milímetros, inundando gran cantidad de barrios con noventa mil evacuados y lamentablemente con catorce muertos.  

Estaba sentado en la mesa del  comedor  y leía del diario Clarín la sección “Deportes”, ese día en la sección nombrada contaba la historia de un jugador de fútbol cuyo título decía: “Baldomero Perlassa, el crack que nos dejó con muchas penas y sin nada de glorias”.

Romanelli, el empleado más antiguo en la sucursal al cual le faltaban pocos meses para jubilarse, echaba agua a la jarra de café que había puesto a calentar a la mañana y a que a esa hora del día hervía y hervía sin visos de cesar esa acción. Beber eso que llamaban osadamente café era asegurase para la posteridad una gastritis o graves problemas de úlcera. Por esa simple razón yo nunca tomaba el café del trabajo e iba por el ristretto diario.

Romanelli ojeo por encima de mi hombro lo que estaba leyendo, luego se sentó en la cabecera de la mesa y me dijo con ese tono porteño que tenía “pibe no leas más, te voy a contar yo la historia de Baldomero”, y comenzó a hablarme en forma pausada:

Baldomero Perlassa fue de esos jugadores que son llamados “todo terreno”. El Flaco jugaba en todos los sectores de la cancha, en todos los puestos y no es una metáfora, es la verdad.

Cuando faltaba el arquero el flaco Perlassa iba al arco y atajaba como los mejores, volaba de palo a palo, anticipaba los córners, tapaba dentro y fuera del área, imbatible era el tal Perlassa. Cuando faltaba un defensor ahí estaba el flaco, defendía como los mejores, iba abajo y trababa, se levantaba y revoleaba el balón para el arco contrario, no pasaba un delantero. Si el problema era en el mediocampo ahí suplía Perlassa el lugar del ausente y pelota que tomaba por izquierda o por derecha la ponía en el pie del delantero que solamente le quedaba patear al arco y hacer el gol, retrocedía cuando atacaban y corría como un correcaminos cuando se trataba del ataque al arco contrario. Y por fin su puesto estrella era ser el goleador del equipo, ahí Perlassa se lucía con "dribilings", túneles a los adversarios, chilenas y toda clase de movimientos artísticos, casi de ballet, para entrar al área y depositar la pelota en la red del equipo adversario. Los tiros libres ejecutados por él desde fuera del área era inatajables, le señalaba el ángulo al arquero y como si usara su mano depositaba la pelota en el hueco que hacían los noventa grados quedando el portero rival revolcado en el suelo y mascullando la bronca que trasuntaba en su cara de pocos amigos. Algunos arqueros  solamente disfrutaban ver pasar la pelota y eran testigos privilegiados de los goles de Perlassa, hasta más todavía, nadie que se ufanará de ser arquero  no recibía el diploma de ese puesto sino tuviera en su historial un gol hecho por Perlassa, para ser licenciado en portería debía haber recibido como mínimo un gol en la vida del flaco Baldomero Perlassa.

Terminaba de jugar y el flaco se iba a trabajar al cementerio. Sí, era el cuidador y sepulturero oficial en el cementerio del pueblo.

¿Y dónde vivía esa tal Perlassa? le pregunté, como para meter un bocadillo en ese monologo que sostenía Romanelli.

Era de Villa el Fortín  un pueblo en los límites entre Santa Fe y Córdoba, tenía unos dos mil habitantes, típico pueblo del interior colonizado por piamonteses que tenía una plaza central, la iglesia que administraba el P. Roque, la municipalidad en el frente de la misma –dónde alternaban radicales, peronistas y demócratas progresistas en la silla de poder de la comuna, la estatua del fundador del pueblo que lo mostraba de pie con un espiga de trigo y un libro en su mano, las escuelas primaria y secundaria –donde pasaban todos los chicos del pueblo, y las sedes de los dos equipos tradiciones y rivales que eran el Filodramático del Sur y la Unión del Norte. El flaco Perlassa era de Filo como se decía campechanamente.

Su oficio lo cumplía a la perfección, como sus goles, limpiaba los mausoleos y los nichos, siempre los caminitos estaban bien demarcados, las flores eran cambiadas regularmente y aquel lugar que era la última morada terrena para los habitantes de ese pueblo, Baldomero se encargaba que fuese un jardín, un verdadero Edén como le habían contado  en su niñez cuando participaba de las catequesis en la parroquia del pueblo. Le había quedado grabada en su memoria las láminas que le mostraban donde el Paraíso Terrenal estaba lleno de plantas, luz, árboles y todo era armonía y alegría, por eso cuando le ofrecieron el trabajo no dudo en un momento en transformarlo en un edén para que el dolor, las lágrimas de los que quedaban y despedían a los que se iban fuese un preanuncio de algo mejor.



Contaban, sigue narrando eufóricamente Romanelli, que Perlassa filosofaba  junto a otros parroquianos todas las tardes en el bar que frecuentaba y decía que en la vida nacemos, vivimos y morimos. Esos tres momentos son fundantes, inevitables y que nacer implica el vivir, ahora como vivimos la vida nos catapulta a  la muerte que podemos esperar. Decía que nadie puede escapar a la muerte, así lo atestiguan millones de personas que se habían ido y agregaba, seguramente es un muy buen lugar porque nadie ha regresado.

Baldomero tenía claro que cada uno tenía su día y su hora para partir y en las grandes charlas le demostraba a sus ocasionales acompañantes que nadie escapaba al destino.

Perlassa, comienza a describirme Romanelli, era blanco como la leche recién ordeñada pero le decían como sobrenombre “el Pelé” en homenaje al gran brasileño que había triunfado en las canchas del mundo. Pero los que vieron jugar a los dos siempre decían que Perlassa era superior al brazuca como algunos decían, despectivamente, en tiempos idos a los brasileños. Recuerdo dijo el Evildo Romanelli cuando todavía las canchas eran de tablón, allí por Boedo en los años 60 se enfrentaron los azulgranas que habían pedido prestado  a Perlassa por una temporada y el Santos de Pelé.

¿Y todos esos datos e historias de dónde lo sabe Ud. Romanelli?

Romanelli me dice que algunos de los datos los obtuvo de un hincha del rojo, el Raulito Francisco, que es socio vitalicio de uno de los dos clubes de Avellaneda, que en su niñez se escapaba luego de comer los ravioles de la tía y junto a su tío iba a la cancha para ver la reserva y luego venía el festín en la primera de aquel Independiente campeón  y que tenía tantas glorias, tan lejos de este presente musita mi interlocutor y también otra fuente había sido el Tute Napolitano, casualmente también hincha del rojo que conocía al tal Perlassa por haber trabajado en la casa de un familiar suyo que vivía en el gran Buenos Aires.

Prosiguió Evildo su relato diciendo que la Asociación del Fútbol Argentino  había decretado un permiso especial para Perlassa, una especie de pasaporte de inmunidad futbolística y con una rara bendición de las hinchadas de los diversos equipos que nunca se enojaron ni insultaron a Baldomero. Ese permiso le permitía jugar en cualquier equipo siempre en cuanto ese equipo avisara con un mes de anticipación que contaría en ese partido con la presencia del gran jugador y en que puesto jugaría el mismo. Así paso por los grandes equipos del fútbol argentino, de Uruguay y Brasil y Paraguay, fue una especie de anticipo del Mercosur pero en lo futbolístico y luego también en algunos equipos europeos, pero no pudo adaptarse en las tierras del viejo mundo porque extrañaba su casa, su pueblo, el cementerio y la milonga.

Perlassa baila el tango en aquel pirungunguin que estaba ubicado en el llamado pueblo viejo. El Fortín nuevo y el viejo estaban divididos por las vías del ferrocarril, la cantidad de habitantes estaba equilibrada entre ambos lados. En el nuevo estaba la cancha de Filo y en el viejo la de Unión, todos los trámites se debían hacer en el pueblo nuevo pues ahí estaba como dijimos la municipalidad, la iglesia y también el banco de la provincia y algunas oficinas públicas y de servicios. En el pueblo viejo había una iglesia, que uno se usaba y una plaza que se si mantenía prolijamente. Algunos ancianos habían quedado en esa parte del pueblo y el resto de las casa eran habitadas por las familias de los empleados de la fábrica de quesos que daba vida comercial y sostenía  económicamente al pueblo todo.

Pero un día, en la década del setenta, Perlassa desapareció de la noche a la mañana del pueblo. Fue una gran conmoción no solo  para su familia, amigos sino para toda aquella comunidad que no podía salir del asombro de lo ocurrido. Era una época complicada para el país, había desapariciones, enfrentamientos violentos, mucho terror y desconfianza en la población. Pero el flaco era limpio, sin dobleces en su decir y hacer y no tenía problemas con nadie, nunca una insulto, una pelea, un enojo. Lo buscaron por cielo y tierra como se decía y no lo encontraron. Ni siquiera dejo una carta, una nota. Su novia Claudia Patricia, conocida como la Nenucha que era la maestra del pueblo quedo tan perpleja como todos y nunca quiso hablar del tema. La Nenucha tuvo un hijo siendo soltera, y en aquel pueblo de rasgos conservadores nunca levantó el dedo inquisidor sobre ella, sino que al contrario, ella estudio geografía y botánica y también tuvo horas en el secundario del pueblo, siempre fue  muy querida y respetada por sus alumnos.

¿Y  qué sucedió con Perlassa?, ¿volvió?, ¿supieron algo de él, lo encontraron vivo o muerto? estas preguntas que dije en forma casi suplicante era porque crecía en mí la ansiedad  como la lava en un volcán en erupción, quería saber que había pasado con ese crack.



Romanelli me seguía contando la historia con ampulosos gestos, teatralizando cada uno de los momentos, hasta podía sentir su emoción en el relato, en sus palabras, percibía sus puntos y comas, y como reía y hasta en momentos derramaba algunas lágrimas como si hubiera una simbiosis entre Perlassa  y él.

El tiempo fue pasando, -continúo Romanelli- la vida continuaba para el pueblo y Baldomero Perlassa fue quedando en el olvido, como si no hubiese existido. De vez en cuando alguien en el bar del pueblo lo recordaba; hasta la tía de un conocido a la que le decían Chita llegó a decir que un mendigo que tocó a su puerta pidiendo un vaso de agua y cuando volvió con el mismo ya no estaba y que pensando en ese rostro aseguró ver a Baldomero, ahora con una larga barba.

Creo que Romanelli captó lo que yo estaba pensando  en ese momento y se sentó nuevamente ya que mucho de lo narrado lo hizo de pie, me miró fijos a los ojos y me dijo, “Flaco este es un secreto entre vos y yo, no podès decirle nada hasta que yo me muera, tenés que prometérmelo”.

Le dije si Don Romanelli –el Don para expresarle mi respeto a sus canas y experiencia- quédese tranquilo, usted me conoce y sabe que nunca hablo de mis compañeros y con mis dedos índices hice una cruz y la besé como señal de eterno silencio, y él agrego “por eso te lo digo a vos Pibe”.

Y soltó una serie de palabras que fueron hilvanando la frase que todavía sigue resonando en mi corazón y en mi mente: “Baldomero Perlassa soy yo”, e inmediatamente se escuchó por los parlantes de la música funcional una melodía que hablaba de amor.

Ahí comprendí las razones por las cuales Perlassa había abandonado el pueblo, su familia, amigos, su novia y la posibilidad de ser un gran ídolo.

Hoy treinta años después de aquella charla y  mientras vuelvo a escuchar esa misma canción titulada “Vattene amore” cantada por Mietta, los recuerdos de esa charla aparecen como fantasmas del pasado, y sentado en el sillón ya no se si Romanelli era Perlassa, si se inventó esa historia o si Perlassa al fin y al cabo es quién les está escribiendo está historia.

Nota: los dibujos que ilustran el cuento pertenecen a Cristina Rosas Ifrán.