Hace tiempo que vengo pensando y reflexionando pero por
sobre todo mirando e interactuando con aquellos que llamo simplemente “los
desarropados” y que defino como lo
expresa su palabra “sin ropas”. Cuando
digo sin ropas me refiero no solamente a la vestimenta material –que en algunos
casos es así-, sino a todos aquellos valores que pertenecen a nuestra dignidad
humana , nacer, crecer y vivir como seres humanos: comida, salud, respeto,
justicia, educación, empatía son algunos
de ellos entre la extensa lista de elementos constitutivos de nuestra
humanidad. Los desarropados no solo carecen de ellos, tampoco tienen las
posibilidades de obtenerlos.
Haciendo un paneo de mi existencia terrenal veo que desde
mi infancia siempre estuve ligado a estas personas y por lo tanto fueron parte
de mi formación personal. Por eso mi estima por aquellos que por diferentes
motivos parecen haber sido desterrados del “paraíso terrenal” que hemos
construido en este mundo lejos de aquel edén que nos fue prometido en los
génesis de los diversos libros sagrados a los cuales recurrimos como humanidad.
Paraíso para pocos, pero infierno para muchos.
En mis largos viajes realizados en forma cotidiana
durante mi vida laboral activa nunca use aparatos de sonido para que no taparan
mis oídos y pudiera escuchar a mis ocasionales acompañantes. Trataba de tener
en mis manos un libro, revista o diario, elementos que me servían para iniciar
una charla durante el viaje, ya sean en micro, tren o subte con los diversos
interlocutores con quienes compartíamos la construcción diaria de este mundo.
La mirada siempre la he centrado en el rostro y las manos
de las personas con el intento de intuir en esos dos escenarios –cara y
manos- lo que la persona ha vivido en su
pasado y vive en su actualidad. Los rostros con sus ojos, sus miradas, y las
manos con sus movimientos son cartas de presentación y mapas a recorrer. Los
que nos dedicamos al trabajo de estar en contacto permanente con otros seres
humanos, por ejemplo atención al público en una oficina o negocio o en la
docencia con el tiempo afinamos nuestros ojos y oídos de tal manera que ya
podemos percibir las necesidades de los otros.
En las paradas de colectivo, en los negocios donde
realizo las compras, en los sanatorios u otros espacios sociales siempre
posibilito la conversación con o por lo contrario me generan dialogo aquellas personas que
cargan con una larga lista de problemas y de dolores. Me da la impresión que
sienten que son seres humanos de descarte
y que sufren la segregación por parte de otros seres humanos que pueden
ser sus familiares y también de parte de aquellos con los que se encuentran
ocasionalmente. Escucho sus historias, sus reclamos, sus fabulaciones, y sus
pedidos de escucha, a veces parecen gritos de auxilio.
Cuando me despido de ellos la mayoría lo hace dándome un
buen deseo o bien con una bendición ya sea invocando a Dios o a la Virgen,
generalmente retribuyo de la misma manera. Casi todos recuerdan a sus padres o
tienen nostalgia del pasado. Otros me hablan de la sociedad del respeto que
antes había y otros ensayan con sus palabras los momentos de gloria personal
que vivieron.
Los desarropados pueden tener problemas mentales,
carencias afectivas o desequilibrios emocionales, lo seguro es que están descartados por la sociedad
que consume y consume.
También en eso desarropados están los enfermos,
las mujeres en su lucha diaria, los niños que juntan basura y cartón,
los jóvenes que carecen del hoy, los
ancianos invisibilizados o desaparecidos de la escena porque son un gasto y no
una ganancia, y podría seguir con una extensa lista que día a día va sumando
nuevos desarropados, sin olvidarme de aquellos seres sintientes que son los
animales y que también se suman a esta troupe de abandonados.
Al fin y al cabo solo se trataba de vivir…
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