Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








viernes, 21 de junio de 2024

MORIR DE PENA por la PATRIA por Sergio L. R. Dalbessio

Caminaba por la Avenida Belgrano desde  Paseo Colón hacia Lima cuando por alguna extraña razón que no recuerdo me detuve frente al antiguo templo. Mirando hacia sus torres, ahora sí sé el por qué, escuché varias campanadas y divisé en el atrio algo que no podría precisar o identificar con real certeza, similar a una lengua de fuego y de repente estaba ahí adentro.

La habitación era sencilla, piso de madera, una ventana que tenía dos cortinas blancas muy largas que llegaban casi hasta el piso, una de ellas estaba descorrida y dejaba entrar la tenue luz de la primera hora de la mañana. Complementaban el paisaje una desvencijada mesita de luz donde reposaba una vela encendida, una cómoda con un mármol gris que tenía un espejo en forma horizontal y seis cajones, tres de cada lado y no había ningún objeto encima de ella.

En la mesita, además de la vela, había un vaso de agua y una botella pequeña que noté estaba medio llena y tenía una etiqueta que decía “jarabe para…” no pude leer las otras palabras que completaban la frase. Hacia el otro lado de la cama había una palangana que era sostenida por una simple estructura de hierro y sobresalía un pequeño gancho del cual colgaba una toalla de color blanco sin utilizar.

En la húmeda y descolorida pared, sobre el respaldo de la cama pendía una cruz con un Cristo renegrido, deduje por su estado que no había sido limpiado en años. La cama era simple y de hierro; las sábanas, una frazada y una colcha que parecía un poncho como los que usan los gauchos en tierras salteñas tapaban a aquel ser humano que apenas respiraba. Noté su jadeo,  vi sus ojos entrecerrados, su fina nariz, su escaso pelo de color rubio que estaba despeinado y sus manos entrecruzadas encima de su pecho.

Sentí que alguien había tomado mis pensamientos y me había transportado al pensamiento de aquel ser yacente, casi sin vida y a escasos instantes de morir, según lo que yo podía intuir. Vi su infancia en la pequeña aldea donde el niño estudiaba y algunas veces salía a jugar en las calles de tierra; escuché que decía algunas palabras en guaraní que le había enseñado su mamá que le contaba historias de míticas salamandras y de demonios que aparecían allí en Santiago del Estero y también otras palabras pronunciadas en italiano que le enseñaba su papá. Aparecieron uno a uno los rostros de sus quince hermanos, sus días en el colegio San Carlos, el viaje a España a estudiar derecho, el dolor cuando a su padre le confiscaron los bienes y todo lo que él luchó para su restitución. Seguían sus recuerdos desfilando por mis ojos, sus primeros trabajos en Madrid, y la importancia de la revolución francesa y la declaración de los derechos del hombre que marcarían de por vida sus ideales.

Lo veo haciendo un largo viaje en barco para rumiar las nuevas ideas que se iban esparciendo por las tierras americanas y  el nombramiento de ese joven como secretario del consulado. Observo ese hombre ya adulto  frente al amplio cabildo un día otoño del mes de  mayo 1810 y entrando luego a formar parte de la Primera Junta. No tiene  formación militar pero sin embargo es enviado en misiones militares. Noto unas leves lágrimas cuando recuerda la derrota de Ayohuma pero parece insuflarse su pecho cuando se le aparecen mujeres, niños y varones que lo acompañaron en el éxodo jujeño. Le surgen imágenes de las multicolores montañas de Jujuy y Salta, a pesar de su fragilidad la memoria le trae los días que con gran estrategia y escasos recursos repele a los realistas.



Hay un momento que parece recobrar vida su lánguido cuerpo. Sus manos y brazos se mueven casi imperceptiblemente como si se estuviera abrazando con Don José en aquella posta pérdida de Yatasto, cuando le entrega el valiente ejército que había logrado formar.

Lo veo irse nuevamente a Europa y regresar por estas tierras en tiempos de anarquía. Pasaron  como un film sus escritos, sus frases, sus peleas, su bravura, su fina estampa de hombre de buenos modales pero de opciones fuertes y valientes. 

Casi en el final lo veo bajando por las escaleras del barco ya enfermo, débil y caminando solo hacia su casa. Sube a su habitación, tiene muy pocas cosas y se las va entregando a su médico en parte de pago por las atenciones que este le dispensa con el fin de atenuar en parte sus crueles y cotidianos dolores.

Escucho en forma de murmullo una última frase que recita como una letanía, apenas abriendo sus cansados labios, “siento una gran pena por mi tierra, me estoy muriendo de pena por ella”.

Una fuerza me arranca de esa habitación pero quedan en mis retinas  lo que estoy relatando y en mis oídos las palabras que escuche de boca de ese hombre moribundo que estaba a pasos de su solitaria muerte.

Seguí caminando, bajé en la estación del subte Belgrano, era temprano, pasé la tarjeta por el lector y una vez habilitado descendí llevado por las escaleras mecánicas, me senté en un banco de  granito rústico, no había nadie en ninguna de las dos plataformas, saqué de mi bolso una libreta de tapas negras y escribí lo que había vivido, soñado o pensado.

A esta altura de mi vida no sé si fue realidad o fantasía, pero lo cierto es que vi a Don Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, al querido general de las figuritas que pegaba en mis cuadernos de la primaria morir de pena, y sí recuerdo que lo único que hice fue taparlo con una bandera celeste y blanca que guardaba prolijamente doblada en mi campera invernal por si la necesitaba algún día para probar además de mi identidad que esta es la bandera  mi patria, o tal vez mejor “la bandera de nuestra patria”.


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