Caminaba por la Avenida Belgrano desde Paseo Colón hacia Lima cuando por alguna extraña razón que no recuerdo me detuve frente al antiguo templo. Mirando hacia sus torres, ahora sí sé el por qué, escuché varias campanadas y divisé en el atrio algo que no podría precisar o identificar con real certeza, similar a una lengua de fuego y de repente estaba ahí adentro.
La habitación era sencilla, piso de madera, una
ventana que tenía dos cortinas blancas muy largas que llegaban casi hasta el piso,
una de ellas estaba descorrida y dejaba entrar la tenue luz de la primera hora de
la mañana. Complementaban el paisaje una desvencijada mesita de luz donde
reposaba una vela encendida, una cómoda con un mármol gris que tenía un espejo en
forma horizontal y seis cajones, tres de cada lado y no había ningún objeto
encima de ella.
En la mesita, además de la vela, había un vaso de agua
y una botella pequeña que noté estaba medio llena y tenía una etiqueta que
decía “jarabe para…” no pude leer las otras palabras que completaban la frase. Hacia
el otro lado de la cama había una palangana que era sostenida por una simple
estructura de hierro y sobresalía un pequeño gancho del cual colgaba una toalla
de color blanco sin utilizar.
En la húmeda y descolorida pared, sobre el respaldo
de la cama pendía una cruz con un Cristo renegrido, deduje por su estado que no
había sido limpiado en años. La cama era simple y de hierro; las sábanas, una frazada
y una colcha que parecía un poncho como los que usan los gauchos en tierras salteñas
tapaban a aquel ser humano que apenas respiraba. Noté su jadeo, vi sus ojos entrecerrados, su fina nariz, su
escaso pelo de color rubio que estaba despeinado y sus manos entrecruzadas
encima de su pecho.
Sentí que alguien había tomado mis pensamientos y me
había transportado al pensamiento de aquel ser yacente, casi sin vida y a escasos
instantes de morir, según lo que yo podía intuir. Vi su infancia en la pequeña
aldea donde el niño estudiaba y algunas veces salía a jugar en las calles de
tierra; escuché que decía algunas palabras en guaraní que le había enseñado su
mamá que le contaba historias de míticas salamandras y de demonios que
aparecían allí en Santiago del Estero y también otras palabras pronunciadas en
italiano que le enseñaba su papá. Aparecieron uno a uno los rostros de sus
quince hermanos, sus días en el colegio San Carlos, el viaje a España a
estudiar derecho, el dolor cuando a su padre le confiscaron los bienes y todo
lo que él luchó para su restitución. Seguían sus recuerdos desfilando por mis
ojos, sus primeros trabajos en Madrid, y la importancia de la revolución francesa
y la declaración de los derechos del hombre que marcarían de por vida sus
ideales.
Lo veo haciendo un largo viaje en barco para rumiar las
nuevas ideas que se iban esparciendo por las tierras americanas y el nombramiento de ese joven como secretario
del consulado. Observo ese hombre ya adulto frente al amplio cabildo un día otoño del mes
de mayo 1810 y entrando luego a formar
parte de la Primera Junta. No tiene formación militar pero sin embargo es enviado
en misiones militares. Noto unas leves lágrimas cuando recuerda la derrota de
Ayohuma pero parece insuflarse su pecho cuando se le aparecen mujeres, niños y
varones que lo acompañaron en el éxodo jujeño. Le surgen imágenes de las multicolores
montañas de Jujuy y Salta, a pesar de su fragilidad la memoria le trae los días
que con gran estrategia y escasos recursos repele a los realistas.
Hay un momento que parece recobrar vida su lánguido
cuerpo. Sus manos y brazos se mueven casi imperceptiblemente como si se
estuviera abrazando con Don José en aquella posta pérdida de Yatasto, cuando le
entrega el valiente ejército que había logrado formar.
Lo veo irse nuevamente a Europa y regresar por estas
tierras en tiempos de anarquía. Pasaron como un film sus escritos, sus frases, sus
peleas, su bravura, su fina estampa de hombre de buenos modales pero de
opciones fuertes y valientes.
Casi en el final lo veo bajando por las escaleras
del barco ya enfermo, débil y caminando solo hacia su casa. Sube a su
habitación, tiene muy pocas cosas y se las va entregando a su médico en parte
de pago por las atenciones que este le dispensa con el fin de atenuar en parte
sus crueles y cotidianos dolores.
Escucho en forma de murmullo una última frase que recita
como una letanía, apenas abriendo sus cansados labios, “siento una gran pena
por mi tierra, me estoy muriendo de pena por ella”.
Una fuerza me arranca de esa habitación pero quedan
en mis retinas lo que estoy relatando y
en mis oídos las palabras que escuche de boca de ese hombre moribundo que
estaba a pasos de su solitaria muerte.
Seguí caminando, bajé en la estación del subte
Belgrano, era temprano, pasé la tarjeta por el lector y una vez habilitado descendí
llevado por las escaleras mecánicas, me senté en un banco de granito rústico, no había nadie en ninguna de
las dos plataformas, saqué de mi bolso una libreta de tapas negras y escribí lo
que había vivido, soñado o pensado.
A esta altura de mi vida no sé si fue realidad o fantasía, pero lo cierto es que vi a Don Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, al querido general de las figuritas que pegaba en mis cuadernos de la primaria morir de pena, y sí recuerdo que lo único que hice fue taparlo con una bandera celeste y blanca que guardaba prolijamente doblada en mi campera invernal por si la necesitaba algún día para probar además de mi identidad que esta es la bandera mi patria, o tal vez mejor “la bandera de nuestra patria”.
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