Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








sábado, 13 de agosto de 2022

LA BIBLIA, MESA DE COMUNIÓN

“Si buscas la verdad, prepárate para lo inesperado, pues es difícil de encontrar y sorpréndete cuando la encuentres” (Heráclito).

 

LA BIBLIA

Mesa  de comunión entre la Palabra de Dios  y la Vida Cotidiana de la Humanidad.

Memorias sobre la primera biblia latinoamericana.

Sergio era una adolescente con cierta rebeldía que estaba entrando en la juventud. Fue canalizando sus inquietudes espirituales y sociales luego de hacer un retiro espiritual gracias a su abuela Dominga que le había dado el dinero para esa primera experiencia de acercamiento al mundo de Dios y de la Iglesia.

Alumno de un colegio religioso, el Sagrado Corazón de los Hermanos Maristas, ya  había recibido varios de los sacramentos y se estaba preparando junto a sus compañeros de curso para la Confirmación. Tenía una biblia con tapas negras blandas, pero no le entusiasmaba su lectura y se había convertido en un elemento decorativo encima de su escritorio junto a varias estampitas de santos y dos pequeñas estatuas de la Virgen –una de Luján y otra de Guadalupe- que su familia le había regalado de las visitas a esos santuarios marianos.

Sergio quería tener su propia biblia. Aquella tarde salió con su bicicleta y pedaleo hasta Libertador sur, allí estaba la única librería católica de la ciudad. Entró y saludo a la dueña del local a la que conocía porque ya había ido varias veces en busca de algún libro, estampas de paulinas, un rosario y diversos objetos que regalaba en las jornadas o convivencia que había comenzado a frecuentar luego del retiro. Preguntó si habían llegado las biblias y ante la respuesta afirmativa pidió una. La señora le puso varios ejemplares sobre el mostrador pero él  se quedó con esa de tapa azul. Pagó y salió del local, y volvió raudamente a su casa. Tenía lo que había ido a buscar. 


Se sentó y empezó a hojear su nueva adquisición. Lo primero que le llamó la atención fueron las cantidad de fotos que tenía esta biblia, ya que la anterior no tenía ninguna figura. Le fue dando una rápida pasada, le escribió dentro de ella su nombre y apellido y dirección. Así comenzó una nueva relación con la Palabra de Dios con esa biblia conocida vulgarmente como latinoamericana.

Él frecuentaba la iglesia de la Consolata, los sacerdotes pertenecían una congregación misionera, iba a misa desde los seis años junto a su mamá. Luego del retiro comenzó a frecuentar la misa diaria y en algún momento uno de los sacerdotes le pidió que dirigiera la misa de los sábados por la tarde, algo que le asusto en primer momento pero acepto igual el servicio y como había practicado oratoria en el colegio fue semana tras semana venciendo la timidez de leer ante tanto público, porque era un templo grande y los sábados se llenaba de feligreses. Muchas de las tardes se quedaba dialogando con los sacerdotes porque se planteaba preguntas existenciales ligadas a la vocación en su futuro luego de culminar los estudios secundarios.

También comenzó a frecuentar algunos grupos juveniles de diversas parroquias de la ciudad donde tenía amigos, siempre estaba curioseando lo que ofrecía cada uno de ellos; eran tiempos de grupos misioneros, de leer revistas que aparecían para los jóvenes cristianos con temáticas juveniles. No quería pertenecer a ninguno de los grupos ya constituidos. También tenía fuertes diferencias con los jóvenes curas diocesanos por miradas diversas sobre algunas cosas de la iglesia y la realidad, en especial con el tema del poder y el dinero. Eran años álgidos para el país, la violencia que había comenzado de tiempos inmemoriales seguía creciendo como si los caines y “los  abeles repitieran hora a hora ese momento trágico de la humanidad y el mito bíblico nunca pudiera tener un final. 


La catequesis de confirmación era guiada por el rector del colegio, el hermano Demetrio, y esa mañana Sergio llevó su nueva biblia. Ninguno llevaba biblia, la mayoría de ellos iban a un colegio religioso por dinastía familiar, por cercanía o como Sergio porque su familia sabía que podía recibir una muy buena formación y el sacrificio de esos padres tendría un resultado en que sus hijos se convirtieran en futuros profesionales en las diversas profesiones liberales que abundaban en la ciudad.

La actividad agropecuaria e industrial de la ciudad y su zona de influencia le imprimía a esa geografía de la pampa gringa una dinámica de trabajo y estudio donde se notaban altos niveles de ingresos en varios sectores de la población. Los barrios con sus edificaciones iban creciendo y más allá de los delitos que se pudieran dar como en otros lugares la mayoría de la gente vivía con cierto orden y tranquilidad. Los domingos eran dedicados al fútbol; lo sábados las familias salían a cenar afuera o hacían vida en algún club; y los jóvenes iban a bailar. Muchos jóvenes que habían ido a estudiar a Córdoba, Santa Fe o Rosario volvían con nuevas ideas, se enfrentaban sus familias y algunos con el tiempo ya no volvieron, pero muchos años después sabíamos el porqué de esa no vuelta y otros si volvieron para el dolor de sus familiares y amigos en ataúdes cerrados, también años después conoceríamos en parte lo que les había ocurrido.

Ese clima de bonanza contrastaba con altos índices de inflación, atentados, paros, huelgas y un sinnúmero de hechos de diversos tipos que asolaban a toda la patria y aquel lugar no podía permanecer fuera de ellos. El diario de la ciudad presagiaba en sus noticias que algo se estaba gestando en Buenos Aires como se decía en los corrillos diarios de las charlas de café o en las casas familiares donde la política no estaba vedada ni excluida. La mayoría de las familias se dividían entre peronistas y radicales. Algunas veces se armaban grandes discusiones pero ante un grito del  patriarca -el abuelo- o la matriarca -la abuela- de la casa todos volvían a sus platos y seguían comiendo, bebiendo y se despedían con besos y abrazos.

Como todas las mañanas muy temprano salió Sergio de su casa en bicicleta para ir al colegio. El miércoles  24 de marzo de 1976  estaba cursando el segundo año de la escuela secundaria. Tenía catorce años. Cuando llego al colegio –cerca de las 7 de la mañana- el Rector estaba parado en el umbral de la amplia puerta para avisarles que ese día no habría clases porque hubo líos en Buenos Aires” agrego.  Tomó su bicicleta y volviendo hacia su casa encontró a su abuelo Lorenzo que estaba comprando carne y le dijo que ese día no tendría clases por los motivos que les había dicho el Hermano Rector.

Al principio no se percató de grandes cambios. Únicamente que todas las mañanas cuando iba al colegio pasaba por el frente de la delegación policial y a partir de ese día tuvo que cambiar el recorrido ya que estaba vallado y no se podía transitar por frente de la misma.

La vida en la ciudad mediterránea seguía con normalidad, salvo que habían cambiado las figuras que gobernaban en el Municipio, el resto era como si no hubiese pasado nada. Los jóvenes estudiantes del secundario seguían desfilando cada fecha patria al mando del Jefe de Bomberos, los que egresaban de quinto año hacían su tradicional viaje a Bariloche, luego los que podían emigraban a las ciudades capitales cercanas a seguir estudiando para hacer realidad el sueño de mi hijo el doctor, otros se quedaban trabajando en los negocios familiares y algunas chicas –muy pocas- también lo hacían y otras se quedaban para la tarea de ser amas de casa e integrar con el tiempo las instituciones de beneficencia del pueblo.

Al Obispo del lugar  lo trataban como Monseñor Doctor, era un catamarqueño que siempre vestía una sotana beige, usaba  anteojos con marcos dorados y unos zapatos negros muy simples. Su tez acriollada presagiaba junto a su tonada la procedencia de aquel Monseñor, un hombre lejano a la realidad y muy cercano a los ámbitos de poder.

El Monseñor seguía día a día la construcción de su sueño: la Catedral terminada,  y la iglesia continuaba recibiendo nuevas vocaciones para el sacerdocio que él como máxima autoridad iba derivando a diversos seminarios para su formación. A los curas díscolos los enviaba un poco más lejos de su ámbito de poder para que lo cuestionaran lo menos posible. Cuentan que una vez en una reunión de curas con el obispo, este preguntó cómo veían su ministerio pastoral, y entonces un curita tercermundista que había participado de tomas de fábricas y del hospital, previo al golpe se levantó y le dijo “Monseñor con todo respeto su ministerio se parece a una bicicleta sin cadena” y antes que el Obispo preguntara por qué le disparo con una frase lacónica, dura pero que pintaba la realidad: “porque pedalea y pedalea pero siempre está en el mismo lugar”. Desde ese día se terminaron las reuniones con los curas, llamaba a uno por uno para monologar. Para saber que pasaba en las capillas y parroquias de su diócesis usaba el servicio secreto de una anciano que con su moto Vespa  y siempre vestido de gris iba de misa en misa para ver que predicaban los sacerdotes, cuantos fieles había aproximadamente en cada uno de ellas y si los ministros ayudantes eran los que él había autorizado.

Sergio colaboraba en la parroquia y le ayudaba en la misa diaria a un sacerdote anciano, italiano de pura cepa, antifascista y gran crítico de Mussolini, el P. Bosco. Era a pesar de su edad muy rebelde y le molestaban los viejos y las viejas comesantos, y le gustaba darle la contra al Obispo. Siempre decía que estaba más allá del bien y del mal. Así que siempre inventaba alguna excusa: a veces que no tenía voz, otras que estaba con fiebre, él presidia la celebración pero el joven Sergio que le ayudaba leía el evangelio o predicaba con su consentimiento y distribuía la comunión. Esto llegaba a los oídos del obispo por intermedio de su informante y lo llamaba al P. Bosco y le recriminaba por esas actitudes amenazándolo con quitarle las licencias eclesiásticas. El P. Bosco le pedía perdón y le decía que no iba a suceder más y siempre seguía igual. Sergio fue protagonista y testigo de esos diálogos donde el obispo creía que imponía su autoridad y aquel cura anciano cuál viejo vizcacha le ganaba por la experiencia de su vejez y siempre se salía con las suyas. El P. Bosco y Sergio se cruzaron por última vez en la vida en una tarde de diciembre y nunca más se vieron.


El día que Sergio llevó la biblia latinoamericana al colegio comenzaron los problemas. Cuando la vio un compañero le dijo que eran un comunista porque esa biblia la habían hecho los comunistas, a lo que Sergio le respondía que eran mentiras y palabras van y palabras vienen la discusión comenzó a subir de tono hasta que el hermano Demetrio pidió silencio y tuvo que  levantar su voz para obtenerlo en medio de esa batahola verbal juvenil. El hermano le pidió la biblia a Sergio y la mostró a todos y muy pausadamente fue describiendo todo aquello que se encontraba dentro de la misma y que según su opinión no había nada que contradijera a lo que se llamaba palabra de Dios. Sergio sintió una sensación de alivio y triunfo, no así su compañero que quedó vencido y enojado.

Al día siguiente unos padres se apersonaron en la rectoría para hablar con el Hermano Rector por el tema de esa biblia, esto lo supo Sergio muchos años de boca del hermano. Los padres habían esgrimido unos recortes de diversos diarios donde Monseñor Idelfonso Sansierra, obispo de la provincia de San Juan había dicho que la biblia en cuestión era marxista y por lo tanto estaba prohibida y no se podía usar en la iglesia católica. Llegaron hasta amenazar que iban a ver al obispo Herrero para denunciar que el colegio y un alumno estaban siendo promotores y gestores del marxismo, que era un mal que se debía extirpar pronto para no generar más infecciones en el cuerpo del tejido social de los alumnos y de la sociedad toda.

El hermano que era conocedor de dicha Biblia y una persona muy sagaz e inteligente les propuso unas charlas sobre la biblia y además le dijo que tenía la autorización de su congregación para vender ejemplares de ella a los alumnos y que estaba esperando la llegada de dichas cajas con los ejemplares, agregando que esperaba que cada familia adquiriera la suya. Los padres tragaron saliva y quedaron solamente en esa bravuconada y poco a poco cada uno de los compañeros de Sergio llegaba a clase trayendo su biblia latinoamericana para los encuentros de catequesis previos a la confirmación.

La biblia se fue convirtiendo en una compañera de Sergio, nunca se separaba de ella. Encuentros, celebraciones, semanas misioneras, misiones en pueblos cordobeses y algunos esporádicos encuentros bíblicos fueron gestando ese lazo de alianza con la palabra de Dios. Luego con el tiempo vinieron otras biblias: un pastor protestante le regalo la clásica de tapas negras y borde de hojas de color rojo, un sacerdote amigo la de Jerusalén para estudiar biblia y teología, y ya viviendo en Buenos Aires se compró la del Pueblo de Dios, llegando a conocer a algunos de sus traductores.


Pero la biblia latinoamericana con las fotos de Luther King y Helder Camara, con la Virgen de Guadalupe y otras tantas figuras y frases la sigue conservando hasta el día de hoy. Ya desgastada, con roturas de su uso y mudanzas, forrada como lo hacía con los libros con un plástico que protegiera las tapas y una imagen de la Virgen de la Consolata siguen siendo parte de aquella primera biblia que sintió como propia, pero no solamente por haberla comprado con sus ahorros, sino porque entendía lo que se leía, era un lenguaje accesible, humano y fraterno. Era el Dios que se hacía carne en la palabra y el pueblo que describía con sus alegrías y tristezas era el pueblo que hoy caminaba por estas tierras.

Sergio, con el paso del tiempo fue leyendo la historia de Abraham y su fe; la travesía de Moisés, los profetas con sus denuncias y anuncios, sus miedos y sus fracasos; las mujeres que continuaron la fe ante las debilidades del pueblo; el poder y la ambición de los reyes, el silencio de María, el Jesús que va creciendo en los encuentros con los enfermos, los pobres, los marginados y va madurando su vocación de servicio a la humanidad junto a los primeros amigos que lo fueron acompañando. El sermón de la montaña y el juicio final al leerlos se dijo que son textos que se deben llevar tatuados en el corazón, y en lo momentos difíciles él siempre volvía  junto a los discípulos de Emaús y lo veía  en la explicación de las escrituras y partiendo el pan.


Luego de años Sergio, ya adulto, mientras caminaba por aquel camino leyó debajo de la tenue luz del farol de la plaza esta frase de Pascal: “Cuando escribo mis pensamientos a veces se me escapan; pero esto me hace recordar mi propia debilidad, que olvido continuamente y me enseña tanto como mi pensamiento olvidado, pues solo lucho por reconocer mi propia insignificancia”.

Sergio L. R. Dalbessio

 

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