Dedicado a aquellos que nos
gusta el fútbol jugado por personas de carne y hueso y desconfiamos de los
jugadores que son llamados “dioses o mesías”.
BALDOMEDO
PERLASSA, el crack
Había adquirido el hábito con el correr del tiempo que en
la hora del almuerzo solía quedarme en el
comedor de mi lugar de trabajo, en ese momento en la llamada sucursal
“James Bond” porque llevaba el número 007 ubicada en la esquina de Rivadavia y Boedo en
la Capital Federal. Llevaba la vianda que preparaba la noche anterior, comía
mientras dialogaba con algún ocasional compañero y después me reservaba quince minutos para ir
hasta el bar de la esquina y bebía un ristretto que el negro Gómez encargado
del lugar al verme entrar ya me preparaba. Luego volvía para seguir las
actividades hasta el horario de salida.
Ese día jueves 31 de mayo del año 1985 no había gente
porque una fuerte tormenta estaba haciendo estragos en la ciudad y nosotros los
pocos empleados que pudimos llegar teníamos
más tiempo para charlar. Luego las crónicas nos contarían que desde las 9 de la
mañana de ese día hasta las 9 del día siguiente llovieron sobre la capital más de 1884 milímetros, inundando gran
cantidad de barrios con noventa mil evacuados y lamentablemente con catorce
muertos.
Estaba sentado en la mesa del comedor y leía del diario Clarín la sección “Deportes”, ese día en la sección
nombrada contaba la historia de un jugador de fútbol cuyo título decía: “Baldomero Perlassa, el crack que nos dejó
con muchas penas y sin nada de glorias”.
Romanelli, el empleado más antiguo en la sucursal al cual
le faltaban pocos meses para jubilarse, echaba agua a la jarra de café que
había puesto a calentar a la mañana y a que a esa hora del día hervía y hervía
sin visos de cesar esa acción. Beber eso que llamaban osadamente café era
asegurase para la posteridad una gastritis o graves problemas de úlcera. Por
esa simple razón yo nunca tomaba el café del trabajo e iba por el ristretto diario.
Romanelli ojeo por encima de mi hombro lo que estaba
leyendo, luego se sentó en la cabecera de la mesa y me dijo con ese tono
porteño que tenía “pibe no leas más, te
voy a contar yo la historia de Baldomero”, y comenzó a hablarme en forma pausada:
Baldomero Perlassa fue de esos jugadores que son llamados
“todo terreno”. El Flaco jugaba en todos los sectores de la cancha, en todos
los puestos y no es una metáfora, es la verdad.
Cuando faltaba el arquero el flaco Perlassa iba al arco y
atajaba como los mejores, volaba de palo a palo, anticipaba los córners, tapaba
dentro y fuera del área, imbatible era el tal Perlassa. Cuando faltaba un
defensor ahí estaba el flaco, defendía como los mejores, iba abajo y trababa,
se levantaba y revoleaba el balón para el arco contrario, no pasaba un
delantero. Si el problema era en el mediocampo ahí suplía Perlassa el lugar del
ausente y pelota que tomaba por izquierda o por derecha la ponía en el pie del
delantero que solamente le quedaba patear al arco y hacer el gol, retrocedía
cuando atacaban y corría como un correcaminos cuando se trataba del ataque al
arco contrario. Y por fin su puesto estrella era ser el goleador del equipo,
ahí Perlassa se lucía con "dribilings", túneles a los adversarios,
chilenas y toda clase de movimientos artísticos, casi de ballet, para entrar al
área y depositar la pelota en la red del equipo adversario. Los tiros libres
ejecutados por él desde fuera del área era inatajables, le señalaba el ángulo
al arquero y como si usara su mano depositaba la pelota en el hueco que hacían
los noventa grados quedando el portero rival revolcado en el suelo y
mascullando la bronca que trasuntaba en su cara de pocos amigos. Algunos
arqueros solamente disfrutaban ver pasar
la pelota y eran testigos privilegiados de los goles de Perlassa, hasta más
todavía, nadie que se ufanará de ser arquero no recibía el diploma de ese puesto sino tuviera
en su historial un gol hecho por Perlassa, para ser licenciado en portería
debía haber recibido como mínimo un gol en la vida del flaco Baldomero
Perlassa.
Terminaba de jugar y el flaco se iba a trabajar al cementerio.
Sí, era el cuidador y sepulturero oficial en el cementerio del pueblo.
¿Y
dónde vivía esa tal Perlassa? le pregunté, como para
meter un bocadillo en ese monologo que sostenía Romanelli.
Era de Villa el Fortín un pueblo en los límites entre Santa Fe y
Córdoba, tenía unos dos mil habitantes, típico pueblo del interior colonizado
por piamonteses que tenía una plaza central, la iglesia que administraba el P.
Roque, la municipalidad en el frente de la misma –dónde alternaban radicales,
peronistas y demócratas progresistas en la silla de poder de la comuna, la estatua
del fundador del pueblo que lo mostraba de pie con un espiga de trigo y un
libro en su mano, las escuelas primaria y secundaria –donde pasaban todos los
chicos del pueblo, y las sedes de los dos equipos tradiciones y rivales que
eran el Filodramático del Sur y la Unión del Norte. El flaco Perlassa era de
Filo como se decía campechanamente.
Su oficio lo cumplía a la perfección, como sus goles, limpiaba
los mausoleos y los nichos, siempre los caminitos estaban bien demarcados, las
flores eran cambiadas regularmente y aquel lugar que era la última morada
terrena para los habitantes de ese pueblo, Baldomero se encargaba que fuese un
jardín, un verdadero Edén como le habían contado en su niñez cuando participaba de las
catequesis en la parroquia del pueblo. Le había quedado grabada en su memoria
las láminas que le mostraban donde el Paraíso Terrenal estaba lleno de plantas,
luz, árboles y todo era armonía y alegría, por eso cuando le ofrecieron el
trabajo no dudo en un momento en transformarlo en un edén para que el dolor,
las lágrimas de los que quedaban y despedían a los que se iban fuese un
preanuncio de algo mejor.
Contaban, sigue narrando eufóricamente Romanelli, que
Perlassa filosofaba junto a otros
parroquianos todas las tardes en el bar que frecuentaba y decía que en la vida
nacemos, vivimos y morimos. Esos tres momentos son fundantes, inevitables y que
nacer implica el vivir, ahora como vivimos la vida nos catapulta a la muerte que podemos esperar. Decía que
nadie puede escapar a la muerte, así lo atestiguan millones de personas que se
habían ido y agregaba, seguramente es un muy buen lugar porque nadie ha
regresado.
Baldomero tenía claro que cada uno tenía su día y su hora
para partir y en las grandes charlas le demostraba a sus ocasionales
acompañantes que nadie escapaba al destino.
Perlassa, comienza a describirme Romanelli, era blanco
como la leche recién ordeñada pero le decían como sobrenombre “el Pelé” en
homenaje al gran brasileño que había triunfado en las canchas del mundo. Pero
los que vieron jugar a los dos siempre decían que Perlassa era superior al brazuca como algunos decían, despectivamente,
en tiempos idos a los brasileños. Recuerdo dijo el Evildo Romanelli cuando
todavía las canchas eran de tablón, allí por Boedo en los años 60 se
enfrentaron los azulgranas que habían pedido prestado a Perlassa por una temporada y el Santos de
Pelé.
¿Y
todos esos datos e historias de dónde lo sabe Ud. Romanelli?
Romanelli me dice que algunos de los datos los obtuvo de
un hincha del rojo, el Raulito Francisco, que es socio vitalicio de uno de los
dos clubes de Avellaneda, que en su niñez se escapaba luego de comer los
ravioles de la tía y junto a su tío iba a la cancha para ver la reserva y luego
venía el festín en la primera de aquel Independiente campeón y que tenía tantas glorias, tan lejos de este
presente musita mi interlocutor y también otra fuente había sido el Tute
Napolitano, casualmente también hincha del rojo que conocía al tal Perlassa por
haber trabajado en la casa de un familiar suyo que vivía en el gran Buenos
Aires.
Prosiguió Evildo su relato diciendo que la Asociación del
Fútbol Argentino había decretado un
permiso especial para Perlassa, una especie de pasaporte de inmunidad
futbolística y con una rara bendición de las hinchadas de los diversos equipos
que nunca se enojaron ni insultaron a Baldomero. Ese permiso le permitía jugar
en cualquier equipo siempre en cuanto ese equipo avisara con un mes de
anticipación que contaría en ese partido con la presencia del gran jugador y en
que puesto jugaría el mismo. Así paso por los grandes equipos del fútbol
argentino, de Uruguay y Brasil y Paraguay, fue una especie de anticipo del
Mercosur pero en lo futbolístico y luego también en algunos equipos europeos,
pero no pudo adaptarse en las tierras del viejo mundo porque extrañaba su casa,
su pueblo, el cementerio y la milonga.
Perlassa baila el tango en aquel pirungunguin que estaba
ubicado en el llamado pueblo viejo. El Fortín nuevo y el viejo estaban
divididos por las vías del ferrocarril, la cantidad de habitantes estaba
equilibrada entre ambos lados. En el nuevo estaba la cancha de Filo y en el
viejo la de Unión, todos los trámites se debían hacer en el pueblo nuevo pues
ahí estaba como dijimos la municipalidad, la iglesia y también el banco de la
provincia y algunas oficinas públicas y de servicios. En el pueblo viejo había una
iglesia, que uno se usaba y una plaza que se si mantenía prolijamente. Algunos
ancianos habían quedado en esa parte del pueblo y el resto de las casa eran
habitadas por las familias de los empleados de la fábrica de quesos que daba
vida comercial y sostenía económicamente
al pueblo todo.
Pero un día, en la década del setenta, Perlassa desapareció
de la noche a la mañana del pueblo. Fue una gran conmoción no solo para su familia, amigos sino para toda
aquella comunidad que no podía salir del asombro de lo ocurrido. Era una época
complicada para el país, había desapariciones, enfrentamientos violentos, mucho
terror y desconfianza en la población. Pero el flaco era limpio, sin dobleces
en su decir y hacer y no tenía problemas con nadie, nunca una insulto, una
pelea, un enojo. Lo buscaron por cielo y tierra como se decía y no lo encontraron.
Ni siquiera dejo una carta, una nota. Su novia Claudia Patricia, conocida como la
Nenucha que era la maestra del pueblo quedo tan perpleja como todos y nunca
quiso hablar del tema. La Nenucha tuvo un hijo siendo soltera, y en aquel
pueblo de rasgos conservadores nunca levantó el dedo inquisidor sobre ella,
sino que al contrario, ella estudio geografía y botánica y también tuvo horas
en el secundario del pueblo, siempre fue muy querida y respetada por sus alumnos.
¿Y qué sucedió con Perlassa?, ¿volvió?, ¿supieron
algo de él, lo encontraron vivo o muerto? estas preguntas que
dije en forma casi suplicante era porque crecía en mí la ansiedad como la lava en un volcán en erupción, quería
saber que había pasado con ese crack.
Romanelli me seguía contando la historia con ampulosos
gestos, teatralizando cada uno de los momentos, hasta podía sentir su emoción
en el relato, en sus palabras, percibía sus puntos y comas, y como reía y hasta
en momentos derramaba algunas lágrimas como si hubiera una simbiosis entre
Perlassa y él.
El tiempo fue pasando, -continúo Romanelli- la vida
continuaba para el pueblo y Baldomero Perlassa fue quedando en el olvido, como
si no hubiese existido. De vez en cuando alguien en el bar del pueblo lo
recordaba; hasta la tía de un conocido a la que le decían Chita llegó a decir
que un mendigo que tocó a su puerta pidiendo un vaso de agua y cuando volvió
con el mismo ya no estaba y que pensando en ese rostro aseguró ver a Baldomero,
ahora con una larga barba.
Creo que Romanelli captó lo que yo estaba pensando en ese momento y se sentó nuevamente ya que
mucho de lo narrado lo hizo de pie, me miró fijos a los ojos y me dijo, “Flaco este es un secreto entre vos y yo,
no podès decirle nada hasta que yo me muera, tenés que prometérmelo”.
Le dije si Don Romanelli –el Don para expresarle mi
respeto a sus canas y experiencia- quédese tranquilo, usted me conoce y sabe
que nunca hablo de mis compañeros y con mis dedos índices hice una cruz y la
besé como señal de eterno silencio, y él agrego “por eso te lo digo a vos Pibe”.
Y soltó una serie de palabras que fueron hilvanando la
frase que todavía sigue resonando en mi corazón y en mi mente: “Baldomero Perlassa soy yo”, e
inmediatamente se escuchó por los parlantes de la música funcional una melodía
que hablaba de amor.
Ahí comprendí las razones por las cuales Perlassa había
abandonado el pueblo, su familia, amigos, su novia y la posibilidad de ser un
gran ídolo.
Hoy treinta años después de aquella charla y mientras vuelvo a escuchar esa misma canción
titulada “Vattene amore” cantada por Mietta, los recuerdos de esa charla
aparecen como fantasmas del pasado, y sentado en el sillón ya no se si
Romanelli era Perlassa, si se inventó esa historia o si Perlassa al fin y al
cabo es quién les está escribiendo está historia.
Nota: los dibujos que ilustran el cuento pertenecen a Cristina Rosas Ifrán.
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