¿Cómo voy a lograr que aún me
quieras?
¿Cómo lograr que quieras escuchar?
Cuando este fuego me desvela
Pero despierto solo una vez más
¿cómo lograr verte de nuevo?
¿Cómo he de recobrar tu corazón?
¿Cómo aceptar que todo ha muerto
Y ya no hay forma de pedir perdón?
Qué mal, qué mal,
Esta absurda y triste historia
Que se pone cada vez peor
Qué mal, qué mal,
¿Por qué ni puedo hablarte?
Temo que es así,
Que ya no hay forma de pedir perdón
¿Cómo lograr que aún me quieras?
¿Cómo lograr que quieras
escuchar?
Cuando este fuego me desvela…
¿Qué es lo que voy a hacer?
¿Qué es lo que voy a hacer
Si ya no hay forma de pedir perdón?
Ya No Hay Forma de Pedir Perdón
- (Pedro Aznar)
“Cuenta la historia que un oso estuvo a punto de ser asaltado y devorado
por un temible león, pero un hombre que llevaba una escopeta tuvo tiempo de
disparar y así ahuyentar al felino y salvarle la vida al oso. El animal estaba
tan agradecido que seguía como un perro fiel al hombre por dondequiera que iba.
El hombre tenía sueño y se echó a dormir debajo de un árbol. Entones unas
avispas comenzaron a revolotear por encima de su cabeza. El agradecido oso
trató de dispersarlas dando manotazos en el aire; pero las avispas no
desaparecían y seguía intentando aproximase al rostro del durmiente.
Entonces el oso, sumamente irritado por la actitud de los insectos, tomó
una gran roca y la arrojó contra ellos. La roca no rozó a ninguna avispa, pero
fue a estrellarse contra la cabeza del hombre”.
En enero de este año rendíamos un justo homenaje a Monseñor Zazpe y
celebrábamos sus palabras y gestos en pos de la reconciliación en pleno auge de
la dictadura militar en Argentina.
Por eso ahora queremos ofrecerles en estas nuevas entregas: las homilías
emitidas por radio en el año 1978 y que llevan como título Valores de la
Reconciliación.
Transcribimos algunos párrafos de dicha alocución:
“Los espíritus no tienen todavía suficiente serenidad para una
evaluación objetiva de los hechos pasados –demasiados recientes– y muchos menos
para descubrir posibles caminos de un reencuentro nacional. Sin embargo, la
Iglesia tiene precedentes para arriesgarse a una reflexión sobre un tema tan
espinoso.
Durante el Concilio Vaticano II, el episcopado polaco firmó una carta
colectiva al episcopado alemán, proponiendo una reconciliación profunda de las
dos naciones, que tenían en su haber millones de muertos.
El gobierno de Polonia no disimuló su disgusto por la actitud del
episcopado y tuvo frases muy duras para los obispos: ¿Cómo perdonar a una
Nación que había avasallado los más elementales derechos del pueblo polaco?
¿Cómo olvidar los muertos en las batallas y sobre todo en los campos de
concentración?
¿Cómo reconciliarse con una Nación que había hecho de los crematorios un
rutinario expediente de su prepotente victoria?
“…es evidente la necesidad de una recreación de las relaciones ciudadanas,
a través de una reconciliación interior, acompañada por generosas y vigorosas
medidas políticas”.
Por otra parte el actual momento de la vida nacional, parece propicio
para afrontar con decisión un programa de reconciliación.
Analizando el decenio pasado, podemos decir que la Nación arrastra una
cuota de violencia que generó una sensación casi general de inseguridad, miedo,
abatimiento y hasta desesperanza. Los argentinos no habríamos imaginado nunca
la posibilidad de los hechos vividos. Ni la historia de la Nación, ni nuestra
idiosincrasia colectiva podían preludiar la muerte violenta de argentinos,
causada por argentinos y lo que resulta trágico en un país cristiano: la muerte
de cristianos, causadas por otros cristianos.
¿Es posible intentar la reconciliación? Es posible, es urgente, es
condición indispensable, pero sobre todo es la gran esperanza”
Justamente estaba escribiendo este artículo cuando leí en el diario la
siguiente historia sobre el doctor Izzeldin Abuelaish, que perdió a sus tres
hijas en un ataque israelí, sin embargo trabaja por la paz. Me permito
reproducir el artículo escrito por Daniel Vittar. Tiene claridad en la
exposición de la tragedia, el dolor y el cambiar ese odio para trabajar por la
paz .
“Mi vida es una tragedia, nací y me crié en un campo de refugiados”, la
primera. “Toda mi vida sufrí, fui oprimido, humillado, intimidado, demolieron
mi casa”, sigue. “Como palestino luché para sobrevivir, sólo para poder vivir,
sin estar seguro sobre el mañana”, otra. Luego se detiene, piensa, y resume: “La
gente esperaba que odiara, es verdad, a lo mejor tengo el derecho a odiar, pero
tenemos la opción de elegir entre odiar y no odiar”.
Abuelaish creció hacinado en el campo de refugiados Jabalia, donde había
ido a parar su familia desarraigada. Sólo con su voluntad a cuesta lo dejó un
día para estudiar medicina en El Cairo. Después se especializó en ginecología y
obstetricia en universidades israelíes, italianas y británicas. Trabajó en
hospitales de Israel, curando y ayudando a nacer a chicos israelíes y árabes.
Formó una familia numerosa, de ocho hijos. Cuando la vida comenzaba a
compensarlo, cuando desde la Universidad canadiense de Toronto lo contrataban
para dar clases de medicina, todo se desmoronó. Entre diciembre de 2008 y enero
de 2009 Israel lanzó la Operación Plomo Fundido sobre Gaza, destinada a
destruir la infraestructura militar de Hamas. La ofensiva por tierra, aire y
mar fue brutal, y las principales víctimas fueron civiles. “Yo estaba en mi
casa con mis hijas el sábado 27 de diciembre, preparando las cosas para irme de
vuelta al día siguiente al hospital israelí, cuando se cerraron todos las
fronteras y cercaron la Franja de Gaza. Así que me quedé allí hasta el 16 de
enero de 2009 a las 16.45, cuando ocurrió el bombardeo”, relata con precisión
brutal, y se calla. El espacio en blanco lo llena la historia: una bomba cayó
sobre la habitación en la que se encontraban sus hijos y una sobrina.
Bessan, Aya y Mayar murieron despedazadas por el estallido. Abuelaish,
conmocionado, dejó las hijas muertas y se llevó a los heridos al hospital donde
trabajaba. Llamó a un amigo periodista que trabajaba en un canal de Tel Aviv
para contar lo que estaba pasando y pedir que detuvieran el ataque. El
periodista puso el altavoz al aire. “Allí se escucharon mi llanto y mis
gritos”, cuenta, conteniendo el recuerdo. El prestigio de Abuelaish y la
presión de los amigos llegaron a las autoridades israelíes. El ataque se
detuvo.
“Sentí bronca, enojo, pero la vida me enseñó a seguir adelante. Recuerdo a
mis hijas y siento que hablo con ellas, me dan energía. El odio no sirve porque
cuando empezás a odiar a alguien, te volvés ciego, no sabés que hacer, es un
veneno, perdés el control”, dice el médico palestino. Y sigue: “Mis hijas nunca
odiaron, si quiero hacer justicia por ellas, tengo que mandarles bendiciones y
oraciones, que sepan que ellas son recordadas, que estoy difundiendo su
mensaje”.
La tragedia y el dolor convirtieron a Abuelaish en un activista por la paz,
en un defensor de la reconciliación. En su boca, los reclamos suenan
diferentes: “Los palestinos –explica– están sedientos, hambrientos de paz, pero
¿qué es paz? Paz es vida, no sólo una palabra abstracta.
Paz es libertad, justicia. La paz es algo que disfrutamos, tocamos,
vivimos.
Nadie nace violento, ni se enseña a ser violento, la violencia es creada.
No hay que culpar al otro por ser violento, esa es una forma de esquivar la
responsabilidad. Cuando hablamos de paz con alguien que desea paz es doloroso,
como si habláramos de comida con alguien que está hambriento. La paz no es
buena sólo para los palestinos, es para todos”, argumenta. “Para poder celebrar
la libertad en el mundo hay que celebrar la libertad de los palestinos, de su
opresión, y también la libertad de los israelíes de su miedo y de su arrogancia”.
Abuelaish ahora vive en Toronto, con el resto de su familia.
Para ahuyentar fantasmas escribió un libro que tituló “No voy a odiar”. “No
es un mensaje para culpar a alguien, es un mensaje para que la gente sepa la
verdad y que piensen qué se puede hacer para marcar la diferencia”, dice,
gesticulando con sus manos que dan vida”
Qué mensaje! en memoria de sus hijas trabaja por la justicia, la libertad,
la paz, decide no odiar y transformar ese dolor en perdón. Palabras y
gestos.
Pero quiero volver sobre la Argentina. Hoy en el país, las diferentes formas
que adquiere la violencia parecen ser moneda corriente de cambio. Una pelea por
temas futbolísticos se dirime con una muerte del contrario. Una disputa
matrimonial culmina en la violencia con la muerte de uno de los congéneres o de
ambos. Una venganza termina con el asesinato de un niño o una niña. Peleas por
el poder, por dinero, por espacios en la política llevan a descalificar,
ignorar y hasta inventar falsas historias sobre aquel que no piensa igual que
nosotros. Violencia física, hechos de sangre, violencia de palabras. La
venganza, el odio, el rencor parece un mal que poco a poco va carcomiendo a los
corazones de los argentinos y las argentinas. Nadie levanta la vista para mirar
los ojos del otro. Nadie deja de hablar para escuchar las palabras de los
otros. Nadie aquieta su corazón para escuchar los latidos del corazón del otro.

Entre las situaciones descriptas hay una que me llama poderosamente la
atención. En una recorrida por el país y dialogando con expertos hombres de
diversas iglesias –de diferentes confesiones – laicos, teólogos, biblistas y
pastores, no he visto en ninguno de ellos asomar el tema de la reconciliación y
el perdón en sus escritos o vocabulario. Al indagar, muchos de ellos dicen que
no es el momento para hablar de esos temas; otros ensayan una salida, que es
el tiempo de la justicia que ha llegado tarde, más adelante se verá el
tema de reconciliar y perdonar; y otros siguen recitando el estribillo: ni
olvido ni perdón. Entonces vuelvo a pensar en esa frase de Monseñor Zazpe “lo
que resulta trágico en un país cristiano: la muerte de cristianos, causadas por
otros cristianos”. Ya será que los cristianos superamos tan rápidamente el tema
del perdón y de la reconciliación que no los vemos necesarios para un
país que hace décadas se viene desangrando y abriendo cada vez que puede las
heridas del pasado.
¿Podrán estos eximios y buenos hombres de la fe detenerse ante su conciencia,
poner su corazón sobre el Evangelio, ver los gestos y las palabras de Jesús de
Nazaret y obrar de la misma manera?
Hoy los veo –con el debido respeto que se merecen –actuar como el oso de
nuestro cuento. No puedo dejar de sentir tristeza y compasión por ellos.
Hay otras personas menos doctas, pero en lo cotidiano, con su simplicidad, con
escasos o nulos recursos apuestan a buscar y caminar los senderos del perdón y
la reconciliación.
Ojalá que el Espíritu que sopla cuando y donde quiere pueda tocarnos a todos
para hacer caminos que nos permitan transitar las huellas de perdonar y ser
perdonados, de reconciliar-se y reconciliar-nos.
La esperanza –a pesar que todo diga lo contrario– nunca se pierde, y mejor
mantener encendida una pequeña luz de vela entre los hombres que iluminar con
grandes reflectores que ciegan la vista.
Cerrando estas palabras quiero dejar la reflexión que encontré al pie del
cuento del oso y el cazador:
“La ira es una de las emociones más enraizadas en la mente no solo del oso
de nuestra historia, sino en la de muchos seres humanos, provocando desdicha
propia y ajena. Nada constructivo puede surgir a la sombra de la ira, que
provoca incluso perjuicios insospechados”.
Sergio Dalbessio.
Textos utilizados para esta reflexión:
Habla el Arzobispo, Tomo I, Vol. 2, 1975-1979 – Arquidiócesis de Santa Fe,
2006.
Cuentos Himalayos Ramiro Calle Editorial Sirio, s.a., España, 1999.
Artículo escrito por Daniel Vittar en Clarín digital, edición del día sábado
26 de mayo de 2012. Puede leerse en
www.clarin.com.ar