Hace muy poco tiempo recibí la noticia de la muerte de Roque E. Dabat. Hace un largo rato que no lo veía.
Compartí una parte de mi vida, la universitaria, con él. Aceptó hacer el prólogo del libro que escribimos con Pedro L. Armano.
Lo elegí para que me hiciera entrega del diploma en la graduación como Licenciado en Educación.
El Profesor Roque Esteban Dabat junto al Lic. Sergio Dalbessio |
En su memoria transcribo aquí dicho texto con la certeza de haberlo escrito como decía él, "de un tirón".
Roque, GRACIAS por el conocimiento compartido, los mates y las largas charlas sobre la vida.
Aquí va el prólogo publicado en el libro: "EDUCACIÓN: ¿problema o dilema?.
Por Roque Esteban Dabat
La educación es un concepto que conlleva muchas connotaciones y que -como otros (vida, amor, dinero, casa o trabajo)- se desplaza entre planos diversos del intelecto, el instinto o los afectos.
Proceso, fenómeno, hecho particular, social o individual, comporta siempre una referencia cotidiana al vivir, lo vivido o el porvenir. Tiñe de tal forma la cotidianeidad, que virtudes y males le son asignados por igual. Es tal su importancia, para el científico o el hombre común, que no sorprende reconocer que Comenio, Pestalozzi o los neoidealistas alemanes de fines del Siglo XIX confiaban en la educación para “salvar la humanidad”. Pero dicha cualidad, también tiene su expresión negativa: “falta de o mala educación lleva a las guerras, a las conductas brutales o al mal comportamiento en la mesa”. Se le atribuye a Sarmiento la expresión: “un aula que se abre es una celda que se cierra”. Es decir, con educación no hay delito.
Pocas veces somos concientes -aún en las racionalizaciones más acabadas- de la cantidad de circunstancias, factores, elementos y azares diversos que afectan los procesos educativos y lo condicionan y además, en muchos casos, lo determinan. Y este incidir de factores externos posee una explicación que por simple ha dejado de tenerse en cuenta: la educación es un proceso social. Más allá de cuanto involucre al hombre individualmente y las transformaciones de conducta, psiquismo, intelecto o afectos comporte y con ser que sólo ocurre en él, la educación es un proceso social. Socialmente concebido, ejecutado y contenido. Sin determinismos naturales o matemáticos, la educación en tanto proceso social será lo que los elementos de los colectivos crean, posibiliten o inhiban. Su concepción como proceso social, no refiere pequeñamente al conjunto de interrelaciones personales solamente, sino a la presencia de factores inmediatos y procesos económicos, políticos, militares o los que fuese que viviese una sociedad o grupo determinado. E inequívocamente estamos hablando de educación, en sentido general. Pero si volvemos a la vulgar sinonimia educación-escuela, lo destacado se acentúa, porque la escuela es ya una institución, y no sólo en el sentido sociológico del término. Es, sin dudas, una institución del Estado, una parte del aparato estatal constituido en Sistema Educativo, que la rige, financia, reglamenta, da sus fines y sentido, y tiene sobre la misma un enorme poder coercitivo. El Estado -concebido el mismo como estado/nación- es tan parte de la realidad humana inmediata que a veces hasta se confunde con ella: la genera tanto como la padece. Ergo, ¿es posible medir el grado de autonomía de la escuela frente a la realidad? Esta digresión sobre la interdependencia de la Escuela
-refiriéndonos ahora a ella más técnicamente y dejando atrás las concepciones generales sobre la educación en su sentido amplio- nos permite volver al principio: la escuela aparece como la responsable de todos los males de la cotidianeidad, de la vida diaria. La escuela es responsable de los desvíos de Junior, de la catástrofe de Cromagnon o de los niveles indecentes de desocupación. La escuela es responsable de las conductas sexuales, del embarazo adolescente o de la violencia infantil. O de la guerra en Irak. Nuestra inestimable Mafalda aportaría “... claro, el petróleo no tiene nada que ver”. Y con ello podríamos agregar: la estructura productiva no tiene nada que ver, ni la Iglesia, ni los medios de comunicación masiva, ni la estructura bipolar del mundo (ricos y pobres). La Sociedad Occidental (es decir, prácticamente el planeta entero) ha hallado en la escuela tanto el chivo expiatorio como el recurso para trasladar la solución de los problemas a futuro: la acción de la escuela es lenta, recién en una generación se verán sus efectos.
Cuando a principios de los ’80, los países subdesarrollados, emergentes o en vías de desarrollo (conceptos que no implican lo mismo, pero que en todos se descubre la connotación de la pobreza y la dependencia) emergieron con sus economías hechas jirones tras la crisis de la deuda externa, desde la cuna ideológica de la globalización financiera -Davos- surgió casi sin oponencia la formulación teórica más cerrada, alquímica y dineraria que la historia del pensamiento intelectual de Occidente recuerde: el neo-liberalismo o conservadurismo liberal. El abuso del término liberal ya es deshonesto en sí mismo. Se trataba de la operación ideológico-financiera más acabada y de un solo signo: conservador.
El desguace del socialismo en su versión soviética, el agotamiento de los proyectos socialistas, la desviación de procesos liberadores, la vigencia de un materialismo chabacano y consumista crearon las condiciones de posibilidad para el establecimiento de un pensamiento hegemónico, sustentado en el predominio del capital financiero multinacional, como realidad de realidades y posibilidad de posibilidades. A sus parámetros, dogmas y normativas se sometieron tiernamente estados, gobiernos, movimientos políticos, corrientes intelectuales y... pedagogos.
Las voces solitarias que anatomizaban el “pensamiento global” eran acalladas por una posmodernidad vacua y sin rumbo y por un atronador “fin de la historia” proclamado por Francis Fukuyama. En ese discurso, en ese teorizar admonitor, apareció el sonsonete de la “responsabilidad de la escuela” y la “necesaria transformación de los aparatos educativos”.
Los países eran pobres por culpa de sus niveles o contenidos educativos, no por la estructura económica mundial.
Un flojo pensamiento economicista invadió el ámbito pedagógico. El alumno se convirtió en “cliente”, las necesidades sociales de cultura en “demandas de mercado”, los contenidos de aprendizaje en “menús cognitivos”, el maestro en “agente económico”, la escuela en “agencia laboral”.
Los temas pedagógicos -sean estos cuales fueren, carecían de importancia- se convirtieron en asuntos de gestión: financiera, organizacional, administrativa. El pedagogo, el especialista en educación, el maestro fue reemplazado por el tecnócrata, el gestor, el administrador. Un currículo no se desarrollaba, “se administraba”. Una escuela no se conducía, “se gerenciaba”.
Los organismos internacionales (UNESCO, UNICEF) cedieron su espacio a otros como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, quienes se apropiaron del rol técnico-científico y orientaron -y financiaron- los procesos de transformación educativa, que recorrieron tanto los países europeos como los del Hemisferio Sur. A través de la LOGSE, el Reino de España inició -siguiendo inspiraciones estadounidenses- una profunda transformación de su sistema educativo. Cuando España comenzó a reconocer las sombras del fracaso y tímidamente se planteó su revisión, la Argentina se apropió sin culpas ni vergüenzas de la preceptiva española aplicándola con gran esfuerzo, movilización y desorientación, justo cuando ya era cuestionada. O sea, siguiendo las huellas del fracaso.
Ingentes sumas de dinero -que acrecentaron nuestra deuda externa- fueron invertidas en transferencias institucionales, costosos asesoramientos y consultorías, apabullantes perfeccionamientos, cambios curriculares y de estructura, sobredimensionamientos de los planteles técnico-burocráticos, toneladas de papel impreso, miles de horas de trabajo en reuniones improductivas y un cuasi feroz ensañamiento con la escuela y el maestro, poniendo a ambos en la “piqueta social”.
Un análisis de los resultados ilumina este libro.
¿Qué fue lo que falló? ¿O es lo que se quería lograr?
Los párrafos que siguen no pretenden ser una conclusión, sino una provocación a la reflexión del lector, y que desde su perspectiva y apoyándose en la lectura de este libro y con espíritu crítico, pueda avanzar en la consideración y análisis de nuestras cuestiones educacionales.
Cuando yo era niño, comencé, hacia mediados de los ’50, a escuchar lateralmente a maestros y padres hablar de la crisis de la educación. También sé hasta que ello comenzó a ser percibido por mí en la radio y, más tarde, en las expresiones semejantes de los adultos en el tranvía, en la calle o en la expandiente televisión. A la expresión mencionada, pronto se le agregaron sus complementarias crisis moral y pérdida de valores. Así, se hicieron reiteradas en el ’58, en el ‘62-63, en el ‘66, a todo lo largo de los ’70 y llega a nuestros días. La crisis de la educación, la crisis moral, la pérdida de valores, se incorporaron al lenguaje cotidiano como la inflación, el dólar y la tecnología o la mass-mediatización, sin que estuviera muy claro para los hablantes a qué cosa se referían. Pero lo supieran o no, pasaba a ser parte de la realidad, en tanto se le reconocía entidad y un cierto contenido, aunque difuso. Si rastreamos hacia el pasado -más allá de mi memoria personal- encontraremos la crisis presente como un componente de la cotidianeidad escolar. Con lo cual, nos veríamos obligados a reconsiderar el contenido de nuestro concepto de crisis, o elaborar el de crisis permanente, o eliminarlo de nuestras conversaciones.
En las sociedades conservadoras, todo atisbo de cambio es percibido como crisis y hay una inveterada necesidad de conservar las líneas gruesas de la estabilidad como formas de resistencia al cambio, manifestación evidente de una concepción orgánica y mecanicista de la vida social, en la que leves mutaciones arriesgan la seguridad del conjunto. Esta visión, supone la posibilidad del desarrollo de las relaciones sociales sin conflicto ni tensiones, en una armonía perfecta cuya consecuencia es la inmutabilidad, y el encastre de los actores -individuales o colectivos- en un molde preestablecido de roles y funciones rígidamente pautados. Así, niño, alumno, maestro, adulto, padre, madre, vecino, amigo, trabajador, soldado, político, empresario, vago, poeta, científico, pedagogo o deportista construyen su desempeño social a partir de un pautamiento preexistente, sin que la experiencia social tenga intervención en ello. Esta concepción, se da de narices con la realidad.
Por razones que en cada caso la Sociología y la Historia traten de comprender, explicar y exponer, el cambio es uno de los elementos de la dinámica social y su origen es el conflicto. Estos cambios a veces son críticos, y otras no. Cuando lo son es porque rompen, no sólo la continuidad, sino la estabilidad de lo establecido y considerado como normal (natural). Y obligan a los individuos y grupos a recrear y reacomodarse o readaptarse a la nueva situación, la que a veces los sorprende sin que estén preparados para enfrentarla (en el sentido de reconocerla, no necesariamente de oponérsele). El abuso de la expresión crisis en la educación deviene, en parte, de esta
incapacidad de reconocer el cambio como constitutivo de la vida social y por ende la incapacidad para comprenderlo, manejarlo o conducirlo. Pero no es esta la única fuente de la percepción del estado de crisis. La misma también se alimenta desde la ideología. Ideología es una palabra desechada del lenguaje técnico, político y vulgar. Incluso, su desaparición es sancionada oficialmente
Sin embargo, la realidad de la presencia ideológica es palpable, porque ideología es el conjunto no sólo de pensamientos, racionalidades, cosmovisiones y percepciones de la vida, además es la propia forma de vida y sus representaciones construida desde la situación experiencial del sujeto. El sujeto -individual o colectivo- no elabora inteligibilidades y sentimientos a partir de la nada, sino de su todo existencial. Tanto desde su inserción en la realidad y las condiciones materiales de su vida, como desde sus relaciones presentes y herencias culturales. El sujeto ve la realidad desde su ojo ideológico, y con ese mismo órgano de percepción de la realidad que es la ideología, también mira la educación y lo educativo. Porque es la ideología la que define sus intereses y expectativas en el campo. Es el todo ideológico el que habla de crisis, cambio y fracaso. Es la ideología la que hace a la resistencia o aceptación del cambio, a su promoción o búsqueda. Es la ideología la que asigna valor al cambio, positivo o negativo, la que funda la expresión todo tiempo pasado fue mejor (y no sólo la añoranza, aunque ésta también está ligada a la pérdida de un pasado -la juventud- idealizado, pasado dorado). Y sus equivalentes: maestros eran los de antes, en mi época estudiábamos más, etc.
La crisis de la educación a la que se hace referencia es, básicamente, la de la educación estatal, es decir, al sistema educativo nacional, tanto en su expresión oficial como comercial. Y es precisamente a partir de la presencia del Estado -educador directo u organizador- quien da lugar a una más fuerte presencia de lo ideológico en la concepción de la educación y sus deberes. Porque ideológica en sí misma es la definición del Estado, su función y su relación con la Sociedad y los sujetos, y la asignación de funciones educativas al Estado. Aquí entra en juego la tercera fuente en la percepción del estado de crisis: el logro de resultados de la acción estatal. El Estado diseña e implementa una organización educativa tendiente a la obtención de ciertos resultados que tienen formulación escrita a través de leyes, reglamentos, circulares, lineamientos pedagógicos, recomendaciones didácticas, prácticas aceptables y aún sanciones a conductas insuficientes, deficitarias o desviadas. Ese corpus racional y explicitado es asumido como compartido, único, necesario y excluyente, pero los resultados no se alcanzan. Los logros no responden a las expectativas; la sensación de crisis se instala, dando lugar al fárrago interminable de interpretaciones de expertos y expresiones de escepticismo. Y la conversación -no siempre discusión o polémica, política o intelectual- comienza a desvariar en torno a cómo hacer las cosas para lograr los objetivos. Sin que le quede claro a la Sociedad quién instaló tales objetivos y que participación tuvo la misma en dicha definición. La conversación se organiza sobre cuestiones procedimentales: presupuestos, financiamientos, administración, descentralización, conducción, gestión, planificación, práctica, normativa, ejes, contenidos, etc.
La educación es una práctica social inevitable. No se puede no educar. Lo necesita el sujeto y lo necesita su comunidad. No educando (es decir, no haciendo nada sobre el sujeto) igual educo, porque de alguna manera el sujeto está siendo (y será, parcialmente) lo que como adulto o comunidad estoy dejando que sea. Pero este hacer o no hacer tiene una razón, un sentido, un para algo (para qué) que se lo doy yo (yo adulto o yo comunidad). Soy yo quien doy sentido a la acción de educar y que elaboro los objetivos a lograr en función de ese sentido que para mí tiene la educación (el uso de la primera persona singular no implica una concepción individualista). Inevitablemente, surge en este punto la pregunta ¿en quién descansa el establecimiento o definición del sentido de educar? No lo diremos nosotros. Como referencia, apelamos a un texto clásico de Eduard Spranger (1923), quien enfrenta el problema de la crisis de la educación de su tiempo. Al discurrir sobre la misión de lo que llama la Pedagogía Científica plantea la circularidad de la misma desde la cultura del pueblo (pueblo = sociedad global) y el nivel de elaboración científica. Spranger funda los ideales de formación (el sentido de educar) en la realidad cultural de la vida popular, asignando a la Pedagogía Científica el rol de someter la misma a criterios ordenadores y valoraciones pedagógicas, para devolverla al pueblo enriquecida para la acción. Por ello, habla de pedagogía comprensiva que se apoya en las realidades culturales de la vida popular y la reelabora pedagogizando la realidad, es decir, hallando los valores pedagógicos en la misma realidad de la cultura, desde dentro de ella, legitimando la acción pedagógica por su origen. Pero lo central de Spranger -para nuestra reflexión- es precisamente el origen que fundamenta y legitima ese sentido de educar en la cultura de la comunidad. Entonces sí, fundado ese sentido de educar podrá definirse el tipo, calidad y cantidad de resultados a conseguir; y los medios (procedimientos) para conseguirlos. De la misma forma que la legitimidad del Estado se funda en la soberanía popular.
La comunidad es la comunidad fundante, que desde su realidad y su imaginario construye su institucionalidad. Por mecanismos complejos no siempre concientes define para sí el sentido de educar y asigna su función a la pedagogía (construye e instituye sus mecanismos pedagógicos). La definición del sentido de educar es una definición de la comunidad. Y tal definición es ideológica y el respeto a la misma, una decisión política.
Quizá éste sea uno de los problemas de la educación, y cómo enfrentarlo, su dilema.
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