¿Dónde estarán los
amigos…distancia,
que compartieron mis
juegos?
Allí
en las calles de San Francisco, Córdoba, fui encontrando a mis primeros amigos,
los de la infancia. Esos primeros pares con los cuales uno comparte juegos y
secretos.
A
pesar de los años pasados uno no los olvida. Jorge Raúl Contreras, Gerardo
Giustetti, Cesar Daghero, Julio Cesar Heredia y su hermano, los hermanitos
Rossi. Algunos nombres con el tiempo se han escapado. Sus caras de la infancia
han quedado grabadas en mi memoria.
Vivía
en la Avenida Juan B. Justo, a siete cuadras del centro de la ciudad. Los
primeros pasos fueron por esas veredas. Las calles Gerónimo del Barco, Alem y
Larrea completaban el mundo conocido en esos primeros años. Hoy vengo a
descubrir que se llama barrio “La Consolata”, para nosotros no tenía nombre,
era nuestro mundo.
Por
las tardes después de hacer “los deberes” nos juntamos frente a la casa de
algunos de ellos a jugar. Los juegos con figuritas y con las bolitas eran una
cita obligada para gastar esas horas de la infancia.
Las
hojas caían y desnudaban los árboles en otoño. Nosotros olíamos ese aroma a
hojas quemadas. No nos preocupábamos de la realidad violenta que circundaba a
nuestro país. Los adultos tampoco nos ponían en sintonía con la dura realidad
que vivíamos como patria. Nosotros, todavía niños, vivíamos plenamente ese tiempo
hermoso.
Sería
injusto si no recordara y nombrara a la única amiga de la infancia, mi vecina
Nelly. Eran tiempos de triciclos. El mío era azul y el de ella rojo. Nos
sentíamos como pilotos de aviones en esos rodados de tres ruedas. Fueron juegos
de primeros tiempos que se terminan cuando los padres inocentemente dicen las
palabras “son novios”, uno se rebela y sigue una relación distante y fría de
vecindad.
Con
algunas monedas de regalo que les arrebatábamos a nuestros padres y abuelos
corríamos al kiosco más cercano a comprarnos la mayor cantidad de paquetes de
figuritas que podíamos. Alegría cuando al abrir ansiosamente dichos sobres
encontrábamos los ídolos de nuestros equipos de fútbol y aquellas que
necesitábamos para ir completando el álbum. Frustración cuando entre ellas
había figuritas repetidas. Teníamos la esperanza que algún amigo no la tuviera
y pudiéramos hacer el intercambio por otra necesaria para ir completando los
diferentes equipos de futbol. Venían de cartón fino, luego algunas de cartón
más grueso. Redondas, cuadradas y rectangulares. Alguna vez hasta vinieron de
material que le decíamos “de chapita”. Santoro, Cejas, Sánchez, Barisio, Perfumo,
“Pinino” Más, Trabucco, Alonso, Rojitas, Buttice, Errea, Tojo y tantos otros
nombres, imposible nombrarlos y escribirlo a todos, que hacían grande el fútbol
en la Argentina.
Cuando
llovía espiábamos detrás de los vidrios del ventanal el agua que iba cayendo.
Apenas aparecía el sol corríamos a ver si había agua en las cunetas a la orilla
de la calle y hacíamos frágiles barquitos de papel que depositábamos esperando
que marchasen a puertos lejanos. Por ahí alguien aparecía con una lanchita o
barquito de plástico que no se hundía y ahí estaban flotando nuestros sueños de
echarnos a nuevos mundos. Quizás eran sueños de chicos que vivíamos en la pampa
gringa, en el punto medio del país y que no teníamos río, salvo que viajáramos
unos 100 kilómetros para encontrar los
primeros hilos de agua. Conocíamos los ríos por los manuales que debíamos
estudiar puntillosamente en la escuela. Así aprendimos de la generosidad de
estas tierras en ríos, mares, montañas, pampas, bosques, animales, los diversos
climas, las bondades de las estaciones y la importancia de que Dios nos había
bendecido con todas clases de dones naturales. Lástima que no hicieron hincapié
en la bondad de las personas que habitábamos este suelo.
Cuando
alguna travesura se apoderaba de nuestra alma venia la consabida penitencia:
“no vas a jugar por tantos días”. La cifra numérica era acorde al daño
producido. La justicia familiar funcionaba sin atenuantes y no había abogados
defensores que nos pudieran defender de la pena impuesta. Los amigos que golpeaban la puerta para invitarnos a jugar y
recibían como sentencia: “esta en penitencia, hasta tal día tiene prohibido ir
a jugar”.
Íbamos
creciendo y llegaba el tiempo de tener nuestras bicicletas. Sobre nuestros
rodados íbamos extendiendo el mundo. Fuimos conociendo otras calles, otras
casas y otros barrios. No teníamos miedo, el peligro no era parte de nuestro vocabulario,
nos parecía que todo lo podíamos, que seriamos inmortales como nuestros héroes.
Nos sentíamos Batman, Superman, el Hombre del Rifle o algunos de los hijos de
Benn Catway, aquel padre de Bonanza. Una caída, un resbalón, una pelea con
algún ojo “en compota” o alguna huída producida por otros niños de barrios
cercanos nos ponía en la realidad que éramos seres humanos y que necesitábamos
de nuestros padres.
Colate,
el cabezón, el negro, el flaco, el pelado o el gordo eran los sobrenombres
usados cuando uno tenía una pelea y no quería nombrar al amigo que sentía lo había
traicionado contando algún secreto del que uno lo había hecho confidente.
La
escuela era una parte importante de nuestras vidas. En privada o pública todos
íbamos con nuestros guardapolvos blancos a estudiar, a aprender para no “ser
burros” nos decían, para “ser alguien en la vida”. Ojalá volviera en tantos
padres esas frases y no tuviéramos que ver tantos niños que con arma en mano y
droga en sus pulmones y cabecitas se convierten rápidamente en parias y
víctimas de los adultos inescrupulosos.
Los
que tenían hermanos más grandes eran los protectores de nuestros juegos
nocturnos y a ninguno de ellos se les ocurría ofrecernos alcohol o invitarnos a
fumar un cigarrillo. Eran guardianes de nuestra infancia. Qué lejos estamos de
esos tiempos.
Los
partidos de fútbol en la cancha de Los Andes, en esa interminable cuadra entre
las calles Ameghino, Larrea, Lavalle y López y Planes. En la de 11 todos
queríamos jugar y emular a nuestros ídolos del equipo querido. Nunca nadie
quería ir al arco, todos soñábamos con el gol de nuestra vida. En los penales
no valía patearlo de puntín. Caras sucias, rodillas peladas, broncas por perder
y alegrías por los triunfos nos fueron viendo crecer. Los primeros botines
“sacachispas”, la camiseta del River querido, sin ninguna propaganda, con la
banda roja cruzada en el blanco inmaculado y el la pelota de fútbol de cuero
eran el logro de tiempos ya idos.
Los
veranos, las vacaciones era un tiempo largo y caluroso en la húmeda ciudad.
A
veces íbamos a las vías del tren, aprovechamos para comer hinojo, refrescante y
cuando pasaba el tren, que podía ser de pasajeros o bien algún largo carguero
nos proponíamos descarrilarlo poniendo pequeñas piedras sobre la vía. Nunca
cumplimos el objetivo porque la locomotora iba despejando el camino a su paso.
En
la esquina teníamos la verdulería con el inolvidable Batán. No era un niño,
pero sí su corazón. Siempre con sus chistes y su inolvidable fanatismo por
Boca.
También
estaban los vecinos enojados por nuestras andanzas y con el latiguillo “le
vamos a contar a tu papa o a tu mamá” nos corrían de sus veredas en las tardes
que se sentaban para ver pasar a aquellos obreros de la fábricas que volvían a
sus casa en Barrio Jardín después de trabajar duramente para llevar la comida a
su casa y que los fines de semana con la ayuda de los vecinos levantaban la
loza y las habitaciones que se iban multiplicando así como los jardines que
embellecían sus humildes pero decentes casas. La cultura del esfuerzo y del
trabajo que nunca debería haber desaparecido de nuestro país.
El
juego era interrumpido por alguna madre que nos pedía hacer un mandado. Allí
íbamos a la panadería, la verdulería o los jueves a jugar al prode o algún
numerito a la quiniela, siempre alguna monedita de propina nos quedaba colgada
en el bolsillo de los pantalones cortos.
¿quién sabe donde se
han ido…distancia,
lo que habrá sido de
ellos?
Fuimos
creciendo poco a poco, sin darnos cuenta pasamos de los pantalones cortos a
usar los largos con botamanga “Oxford”. Otros chicos se fueron sumando al
barrio. Siestas de radio nos hacían juntarnos para soñar con ser cantantes o
actores. Algún cumpleaños, no muchos, nos juntaba alrededor de las novedosas
gaseosas o un caliente chocolate con torta.
Con
algún piropo que deslizábamos tímidamente
a algunas de las chicas que nos rodeaban nos llegó la adolescencia, esa
es otra historia. Hoy por hoy es un secreto bajo varias llaves de la memoria.
Los
amigos de la infancia quedaron en el portaequipaje de la bicicleta roja y entre
pedaleada y pedaleada la vida sigue girando y girando….
Regresaré a mis
estrellas…distancia,
Les contaré mi
secreto;
Que sigo amando a mi tierra…distancia,
Cuando me marcho tan
lejos. (Distancia, Alberto Córtez).
Sergio
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