“La vida
en un campo de concentración desgarraba el alma humana y exponía a la luz sus
abismos más escondidos. ¿Puede sorprender que a ese nivel de profundidad
encontremos cualidades humanas que, en su íntima naturaleza, estén compuestas
de bien y de mal? La frontera que separa el bien del mal, y que imaginariamente
atraviesa a todo ser humana, fondea en las honduras del alma y hasta allí
penetró el bisel de los sufrimientos soportados en un campo de concentración”
(Viktor Frankl)[1].
En uno de
mis viajes a la Argentina fui invitado a participar en un encuentro ecuménico
en la Parroquia San Patricio[2], en el barrio de Belgrano de la
ciudad de Buenos Aires. En dicha parroquia el día 5 de julio de 1976 fueron
asesinados –por fuerzas de seguridad- cinco religiosos pertenecientes a la
congregación de los Palotinos.
Tuvimos
un momento de oración en la capilla en donde se encuentra un trozo de alfombra
–donde cayeron los cuerpos- en la cual se pueden observar los orificios de las
balas usadas para asesinarlos y la sangre reseca que dan testimonio del
martirio de estos hermanos.
En uno de
los momentos del encuentro se acerca una persona, se presenta y entablamos un
diálogo sobre nuestras labores personales y eclesiales.
Después
comienza a narrarme algunos hechos de su vida. Había sido secuestrado y
torturado junto a otras personas en los comienzos del gobierno militar, en el
año 1976. La tortura era ejercida con el fin de que hablara sobre sus
actividades y también aportara nombres de otras personas relacionadas con una
supuesta organización que él integraba.
Su
trabajo y el de las otras personas se limitaba a asistir pastoralmente a un
barrio carenciado del conurbano bonaerense.
Mi
corazón se sentía estremecido al escuchar tanto dolor sufrido por este hermano.
No podía admitir tanta saña infligida por un ser humano hacia otro.
Después
de escucharlo con mi mente y mi corazón atiné a esbozar casi instintivamente
una pregunta: ¿qué sentía hacia las personas que le habían infligido tamaño
castigo al torturar su cuerpo?.
Pero su
respuesta me sorprendió, hasta diría que me evangelizó, “No les guardo
rencor ni los odio. Mi fe, mi adhesión a Jesús me llama a perdonarlos, en el
sufrimiento de Jesús en la cruz dice esa frase, Padre Perdónalos porque no
saben lo que hacen”, me dijo.
En el
prólogo de libro que narra la masacre de los palotinos escrito por el
periodista Eduardo Kimmel (1952-2010), el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez
Esquivel[3] expresa: “Como cristianos
debemos perdonar a quines nos han dañado. Su Santidad Juan Pablo II visitó y
perdonó a su agresor, nos dio un ejemplo de amor y humildad. La Justicia
italiana sancionó al agresor y hoy cumple su condena en prisión. Debemos
encontrar caminos que lleven a la reconciliación y para ello se requiere
establecer los pasos necesarios. Reconocimiento del daño realizado, el
arrepentimiento y el compromiso de no reincidir, el derecho a la verdad y la
justicia como reparación del año causado. El perdón que lleve a una verdadera
reconciliación si queremos hacer la ofrenda en el altar. Estos pasos en nuestro
país no se han dado”.
Después
de años, volviendo en estos días a mi país, encontré en mis cuadernos de notas
este episodio que he acabado de narrarles.
He buscado
en mi biblioteca el libro El hombre en busca de sentido de
Viktor Frankl, quién sufrió persecución y estuvo en un campo de
concentración en la época del nazismo.
Transcribiré
algunos párrafos: “La historia nos brindó la oportunidad de conocer al hombre
quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Quién es, en realidad, el hombre? Es
el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que inventó las cámaras de gas
pero también es el ser que entró en ellas con paso firme y musitando una
oración.”
En la
segunda fase que él llama la vida en el campo, hay una parte dedicada a la
psicología de los guardias del campamento. Se pregunta; “¿cómo hombres de
carne y hueso iguales a los demás, pudieran tratar a los prisioneros de una
manera tan brutal, tan inhumana?”. Va detallando distintos tipos de
guardias, y dice en un momento: “es preciso afirmar que algunos guardias
sentían compasión por nosotros”. Por ejemplo –agrega- “el comandante del
último campo donde fui liberado gastaba dinero de su bolsillo para comprar
medicinas para los prisioneros. Jóvenes judíos lo escondieron en el bosque ante
el avance norteamericano”. Lo sorprendente es cuando en un momento expresa:
“En el polo opuesto se encontraba el prisionero más antiguo del campo, quien
era, con mucho, peor que todos los guardias juntos. Golpeaba con saña a los
demás prisioneros a la menor oportunidad…”
“Es
evidente que el mero dato de saber si un hombre fue guardia del campo o
prisionero nada nos revela de su intimidad. La bondad humana se encuentra en
todos los grupos, incluso en aquellos que en términos generales, merecen ser
condenados”, agrega
Viktor Frankl.
En este
último viaje por Argentina pregunté por este hermano que me había abierto su
corazón contándome sus días de cautiverio, de tortura y de su apertura al
perdón. Me dijeron que había fallecido y por eso en su memoria –y de tantas
víctimas- he escrito este relato.
[1] “El hombre en busca de
sentido” de Viktor Frankl (1905-1997). Se recomiendan sus obras que
están traducidas en varios idiomas, siendo este libro traducido en más de
veinte idiomas.
[2] Se recomienda leer el libro “La
masacre de San Patricio” de Eduardo Kimmel, editado por Lumen.
[3] Adolfo Pérez Esquivel,
argentino, Premio Nobel de la Paz en el año 1980.
Imagen:
Cerezo Barredo, sin copyright.
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