“Corro y me agito quizás por
mi impulso natural más que por espíritu de fe, aunque, gracias a Dios, advierto
que tengo fe” (pensamientos del P. Ricci)
EL
GRAN RICCI
Pinceladas
sobre la vida de un gran misionero en nuestras tierras
Era un ángel en bicicleta y un misionero de a pie. Se lo
solía ver por San Francisco pedaleando en una bicicleta negra de estilo inglés
vistiendo su sotana negra en invierno y blanca (beige) en verano. Nunca sin
ella.
Transitaba en su rodado las calles de tierra de una ciudad
que crecía al compás de nuevas industrias y que lo tuvieron a él como testigo privilegiado.
Visitaba los nuevos hogares que iban surgiendo y que se iban formando en
aquellas casas que, ladrillo a ladrillo, se iban construyendo en cada terreno
cercano a la parroquia de la Consolata y luego continuaban en el barrio un poco
más alejado, conocido como Barrio Jardín. Allí con el tiempo se construyó la
capilla Santa Rita.
Cada vecino ayudaba a los otros a hacer la losa, o sea a
levantar el techo. Había que hacerlo comenzando a la mañana y terminando a la tarde.
De un solo tirón, se decía. Solidaridad implícita que se devolvía con un asado
y luego juntándose para realizar la siguiente loza del otro vecino y así
sucesivamente.
Ricci, el padre misionero, iba de hogar en hogar con su
sonrisa bonachona, casi ingenua, de niño diría. Entre el castellano y el
italiano se mezclaba el piamontés. Bendiciones, bautismos, misas y responsos
eran parte de su vida. En todo momento era el Misionero de la Consolata. El hijo
de Allamano que surcaba estas tierras lejanas entre gringos que no lo hacían extrañar
a su Italia natal. Había nacido en Forlimpopoli el 3 de diciembre de 1905.
Luego de formarse y estar un tiempo en África vino a nuestro país.
Su pelo blanco, sus anteojos con gran armazón de color
negro y sus picardías infantiles que se trasuntaban en su cara sonrojada eran
parte de una personalidad que no se podía olvidar.
Nadie que lo conociera en aquellos años podía separar la
figura del P. Ricci de la del P. Bosco. Eran una especie de dúo dinámico
eclesial. Aunque cuando uno profundizaba y los conocía bien, a ambos, notaba
que eran muy diferentes. Juan Bosco era calmo, apocado, sereno y de lento
caminar, quizás por su afección pulmonar. Ricci era impulsivo, ágil y rápido. Pero
aquellos que tuvimos la bendición de conocerlos podemos dar testimonio de su
santidad. Eran santos y misioneros como el gran Allamano lo deseaba.
José Allamano, un cura turinés, fundador de los
Misioneros y Misioneras de la Consolata. Familiar y amigo de santos, entre
ellos su tío José Cafasso, y los conocidos Don Bosco, Don Orione y otros tantos
que buscaban con sus pequeñas sociedades de amigos y conocidos sacar adelante y
devolver la dignidad a niños y jóvenes de esa época y hacer del Evangelio un
espacio social de solidaridad, fraternidad y encuentro o sea convertirlo en
Buena Noticia para los desplazados por la naciente sociedad industrial.
Corría el año 1962 y el P. Ricci estaba misionando en el pueblo
santafecino de Piamonte. Su labor misionera abarcaba las colonias chacareras de
esa zona, entre ellas el pueblo de Landeta. Hacia doce días que había nacido quién
escribe estas líneas. Mis padres y padrinos, junto a otros familiares me
llevaron a la Iglesia de San Antonio en Piamonte y allí fui bautizado un 24 de
febrero por este querido Misionero de la Consolata.
Parroquia San Antonio, Piamonte, Santa Fe. |
Después lo volvimos a encontrar cuando mi familia se
traslado en búsqueda de nuevos horizontes a San Francisco, ya en la provincia
de Córdoba.
Muchos años después decidí transitar por la vida del
seminario y vine a estudiar a la casa de formación que los Misioneros tenían en
el barrio de Flores. Allí la vida me volvió a cruzar con el P Antonio Ricci.
La primera vez que lo volví a ver fue sobre la Avenida
Pedro Goyena, una mañana muy temprano. El venía de celebrar misa para las
monjas y los chicos de su querido Provolo. Era un colegio de chicos sordomudos.
El sentía un gran afecto por todos estos ellos.
Después compartí con él muchos almuerzos y charlas.
Recuerdo que se peleaba con otro sacerdote por la figura de Mussolini. Uno lo defendía
y el otro, que había padecido un tiempo de su vida en un campo de concentración
en África de la Italia imperialista, lo detestaba. Yo los miraba y escuchaba
con perplejidad. Allí en la intimidad compartiendo con su familia religiosa se
sacaba su sotana y quedaba con su pantalón negro y su camisa blanca, se notaba
en sus prendas el desgaste de los años, pero además de que era fiel a su voto
de pobreza.
El domingo de Pascua de 1982 –plena guerra de Malvinas- habíamos
compartido con los sacerdotes de la Casa Regional de los Misioneros la cena.
Luego cada uno se dedicó a diversas tareas, algunos subían a su habitación a
descansar y otros miraban televisión y
los menos seguían, café de por medio, conversando.
El P. Antonio Ricci trajo su juego de ajedrez y me invito
a jugar. Yo un aprendiz de ese juego de estrategas acepte el convite. Jugamos
varias partidas, él siempre le ganó a mi rey. Después de un tiempo se despidió
de mí y de todos los que estábamos allí para ir a reposar, pues al día siguiente
tenía muy temprano la misa en el Provolo.
El lunes llamó la atención a los caseros que no se
levantara temprano, como lo hacia habitualmente. Llamaron a su puerta y no
contestaba. Desde la ventana de su habitación, a la que se tuvo que acceder por
una escalera externa, se vislumbró su cuerpo que yacía en la cama. Un infarto
le había hecho vivir su Pascua al gran Antonio RIcci.
Compartimos la Eucaristía y lo acompañamos al cementerio
de Merlo. Me había bautizado y después de tantos años, veinte exactamente
compartía su Pascua. Son esos misterios de la vida y esos caminos de Dios,
inexplicables, pero que nos dan la pauta que la vida vale la pena vivirla,
soñarla y transitarla con esperanza.
“Quisiera
ser como Elías o Juan el Bautista, gritarle fuerte y claro “Non Licet” hasta
los reyes”. “Sin embargo: buen corazón para con todos…mirar a todos como los
miraría el mismo Jesús”
“Ojalá
pudiesen decir siempre, también de mi: Chiel lí a l ‘ é tut Quila (es todo su
Madre), lo que tiene y hace es todo por inspiración de su Santa Madre
Consolata”(pensamientos del P. Ricci).
Sergio Dalbessio
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