DISCURSO:
BODAS DE PLATA DEL INSTITUTO SANTA CRUZ
Es muy grato para mí dirigirles la palabra. Me gustaría,
además, ya que la concurrencia es altamente calificada, nombrarlos uno por uno,
como se estila en estos tipos de mensajes,
pero aceptando ya la sola
presencia de ustedes –desde el primero hasta el último-, corro tranquilamente
el albur de considerarlos amigos, y por
lo tanto, respetados y respetables. Eso lo aprendí a lo largo de 21 años de
convivencia con los pasionistas.
Puedo, entonces, iniciar la charla diciéndoles: señoras y
señores, bienvenidos a la esta Iglesia, bienvenidos al Instituto Santa Cruz
Del tímido adolescente que regresando de la Escuela
Normal Mariano Acosta hacia su hogar se detenía frente a la iglesia de estilo
gótico-normando, circunscripta por una fronda verde, inusual en la ciudad
porteña y que, de tanto en tanto, ingresaba a este mismo lugar para reavivar la
fe, a través de la luz policromada del atardecer que dejan filtrar los vitrós
iluminando la gran cruz, queda un recuerdo indeleble. Y del joven maestro con
su impetuoso entusiasmo que gracias a una colega pudo pertenecer al cuerpo
docente del Instituto, aparece un hombre maduro de 45 años, hace muy escasos
días cumplidos, que está acá, hablándoles para conmemorar las bodas de plata de
un colegio. Sí, a pesar de todo también la felicidad, a veces, no es generosamente
concedida. Hoy, yo me siento feliz.
En este apretado hacecillo de referencias y emociones
quisiera rescatar dos cosas fundamentales. La primera, una anécdota: el colegio
estaba en obra. Al final de cada receso escolar de verano, se lavaba a fondo
los corredores y el pasillo de ingreso. Ese día un hombre, con movimientos
enérgicos, escurría el agua hacia la salida. El secador iba y venía a ritmo
casi febril. Una señora, elegantemente vestida, esperaba en la futura puerta de
acceso. El señor, sin detener su compás, le dijo: “córrase que si no la voy a
mojar”- La dama, un poco molesta, cumplió con lo indicado, aunque no guardó la
distancia necesaria.
Fue así como algunas gotas de agua mancharon sus brillosos
zapatos. Pero también la mirada incriminatoria de la señora detuvo la marcha en
aquel buen hombre. Aceptadas las disculpas
del caso, la dama manifestó con cierta suficiencia: “busco al Padre Carlos por
una vacante para mi hijo”. El hombre, inalterable, le respondió: “vaya a esa
salita y espere...que me seco las manos
y la atiendo”.
Creo que lo narrado basta para pintar de cuerpo entero al
Padre Carlos O´Leary. Tesonero; educador
de voluntades – así nos formó- y sobre todas las cosas trabajador incansable –no
es metafórico: en muchas oportunidades, colocó ladrillo sobre ladrillo. Su insistencia,
legada tal vez de sus ancestros, permitió la construcción del Instituto. No
dudo, entonces, en llamarlo el hacedor, el de la etapa fundacional: en suma el Constructor.
El tiempo continuó su marcha.
La segunda cosa por destacar es más que un detalle: “La
escuela no es un comité ni un club de fútbol”: de esa manera se presentó el
Padre Marcos Perdía y se dedicó a definir espíritus. Co su bonhomía especial comenzó
a cincelar las voluntades ya preparadas anteriormente; lijar aristas, a convertirnos en
protagonistas de nuestro desarrollo y de hallar pautas para el accionar social,
logrando educadores cristianos comprometidos con el catolicismo y enfocando a
la educación como la re-creación de la creación divina. Labor ardua que inició
hace pocos años y que ya detectamos como fructífera. Su actividad la sintetizo
como la concerniente a un cincelador.
Y ahí van, el Constructor y el Cincelador en medio de
todos; de los que fueron y ya no están, ejemplarizados en Marta Ramayo, en Rafael González, en Domingo
Severino, en don Pedro Guaragna. Entre los que pasaron. Y con nosotros:
docentes, administrativos, personal auxiliar, de cocina y directivos, tripulado
este buque que sorteó tiempos tormentosos, donde algunos adjetivos extemporáneos
e injustos no llegaron ni siquiera a salpicar la cubierta; serenos, además, porque
no teníamos nada que ver. Navegamos también con bonanza y en aguas encrespadas,
guiados siempre por la luz del faro y
sin brújula, ya que la luz es la de Cristo y el sextante, la comunidad de padres,
niños y jóvenes que nos responde y anima, año tras año.
Por eso, considerando a Dios hecho hombre para salvarnos,
la docencia como decía Charles Péguy : “El oficio más bello el mundo, después de la paternidad
es el de maestro de escuela y el de profesor”, y como fin la formación de niños
y adolescentes, creemos estar satisfechos por haber cumplido el primer cuarto de
siglo, pues no fue en vano.
Un capítulo aparte merece el colegio: enclavado en la
esquina de 24 de Noviembre y Estados Unidos se yergue moderno, irradiando su
sombra figurada más allá del barrio. De los ladrillos a la vista y de la
empalizada de madera de otrora surge hoy, la mole de cemento firme que determina
una sólida construcción; amplia, luminosa, con espacios libres y cubiertos; con
aulas ventiladas y funcionales, además de albergar biblioteca, sala de música, laboratorio, sala
de computación, gimnasio y capilla –resumiendo esta última el carácter
confesional pero más que eso, el atributo espiritual que se le desea imprimir a
la enseñanza, tomando al vocablo como “la formación integral, armónica y permanente
de las cualidades humanas”, según el documento de Educación y Proyecto de Vida.
Realmente, tarea ciclópea construirlo.
Aquí me detengo y voy a formular algunas preguntas que se
las transfiero: podría haber subsistido tantos años el edificio, sin alma y sin
sentimiento? Perdurará, a lo largo de otros tantos años –muchos más es mi
deseo- sin el calor humano? Los colegios, centros de cultura y creadores de
comunidades, tendrían razón de ser, si no existiesen aquellos que le dan aliento
pero el aliento bíblico, que es el don de la vida? Para mí, las respuestas son,
en su totalidad, negativas. Entonces, quiénes serían los encargados de v brindar
lo antes mencionado? En este caso la respuesta es unívoca: los docentes –maestros
y profesores.
De allí que, en esta mañana, los quiera rescatar del anonimato
permanente, aunque sea sólo por breves segundos, para colocarlos en la cima de
la conmemoración y agradecerles por lo hecho para que el aliento de vida sea
realidad y, como consecuencia poder afirmar yo, que el Instituto Santa Cruz no
son las bellas paredes y su arquitectura sino son ellos los forjadores de estos
jóvenes pero experimentados 25 años.
Espero sepan disculpar, disimulando, la presente
evocación personal que se aparta de las reglas literarias tradicionales. Pero cuando me advirtieron que sería el
encargado de escribir el discurso y leerlo, surgió inmediatamente este esquema
y resolví plasmarlo tal cual, pues otro
no hubiera podido hacer. O éste o ninguno, fue la voz de mi conciencia.
Decisión que me permite, ahora parafrasear a un gran
escritor argentino: el hombre que soy, volverá a ser maestro, casarme y tener
hijos y trabajar, nuevamente, junto a los
Padres Pasionistas en el colegio de su Congregación.
De lo expresado, sugiero hagan un paréntesis, y retomen las
palabras iniciales: amigas y amigos, bienvenidos al Instituto Santa Cruz, en sus festejos de los
25 años de labor.
Muchas Gracias.
Pedro L. Armano
Vicedirector de la Sección Primaria.
Foto tomada el 13 de octubre de 1981. Pedro con guardapolvo blanco |
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