"Compartí la vida con grandes personas y
a la vez fui testigo de las pequeñas miserias humanas que se encuentran hasta
en los mejores individuos. Creo que dejé de idealizar a los demás y aprendí a
quererlos en su verdadera dimensión, relativizando los defectos demasiados
evidentes en una vida intensamente comunitaria" (Mamerto Menapace)
En el arcón de los recuerdos voy extrayendo aquellos
pedazos de historia que a uno lo van constituyendo como persona. Viví mi
infancia en un barrio de casas simples y de gente trabajadora.
Cada uno tenía su trabajo y ese era el sustento de su
familia. Se compraba un terreno y se iba construyendo ladrillo a ladrillo la
casa. A veces se había realizado el esfuerzo y se compraba una casa que se iba
remodelando de acuerdo a las necesidades familiares y los vaivenes económicos
del país.
No escuche nunca la palabra vagancia. El mendigo pasaba, pedía
con respeto y con unción sagrada se le entregaba para comer, beber y alguna
ropa o elemento que fuese útil en su vida. Las gracias nunca faltaban. Hasta
aquel que era medio remolón en cuestiones de trabajar, esa especie de personaje
tipo Fatiga que hace muy bien Minguito
en la películas “Los muchachos de mi
barrio” siempre tenía su oportunidad de colaborar y ganarse su dinero.
Mi papá Imar con su hermano Olivio, luego de venir del
trabajo del campo anclaron en la ciudad y con su propia soderîa se convirtieron
en “los soderos de la vida”. Soderîa “El
Sergio” –los beneficios de ser el primero cómo hijo, sobrino y nieto. Había
muchos soderos: los hermanos Caballero, Gilli, los hermanos Mercol, el gordo
Camisassa, el petiso Heredia y muchos más. Un trabajo duro, de fuerza y mucha
paciencia. En invierno se levantaban más tarde y arrancaban a las 6,15 a
repartir soda. En el verano se adelantaba la hora y era por “la fresca” como se
decía. Así que a las 5,30 como una oración del breviario laboral se salía a
repartir cada sifón hasta completar el rosario diario que cerraba un día de
trabajo.
En el verano, luego de los doce años de edad, siempre
colaboraba con mi padre. No me lo pedía. Pero intuí que era lo que debía hacer
por todo aquello que iba recibiendo de ellos día a día. Estudios, viajes, retiros,
campamentos y convivencias formaban parte de mi vida. Era lo que ellos me daban
–permitiéndome hacerlo y el dinero necesario para realizarlo- y solamente
siempre antes de partir recibía las jaculatorias profanas “no hagas macanas” y
“hace el bien”. Nadie pensaba en los derechos del niño. Era voluntario trabajar
y libremente era querido por mí. Cada niño si podía colaboraba con su papá o mamá
en las actividades que podía. Uno ya se empezaba a sentir grande y además se
iban asumiendo responsabilidades. Señal que estábamos creciendo.
Los sifones eran pesados. Cabeza de plomo. Seis sifones
por cajón. Llenarlos, cargarlos y descargarlos. Así como una rueda sinfín.
Anotar en una libreta o cobrarlos, según la conveniencia del cliente. Casas de
familias, restaurantes, parrilladas y bares eran los depositarios del “agua con
cosquillas”.
Clientes alegres, gruñones, pícaros, honestos, quién
pagaba o quién siempre tenía una excusa para estirar la cuenta. Parte de una
sociedad en la que fuimos haciéndonos grandes.
Al mediodía de los veranos, después de comer, con la
infaltable camiseta con tiras mi papá se
paraba en el portón de la casa para ver pasar a los empleados y obreros que
venían del primer turno de trabajo. De Motores
Corradi, de Molinos de Boero y Romano, de la Marina Funcional, de Pinocho, de
Caven del Este y tantas fábricas y negocios que había en la ciudad. Una
explosión de trabajo y de consumo. También época de muchos conflictos y de
inusitada violencia. Muchas muertes sin razón, pero ese será otro capítulo.
Mi madre cocinaba, limpiaba, lavaba y atendía algunos
clientes que venían a casa a buscar soda. Casi todas las mamás se dedicaban a
la casa, algunas eran maestras. Ella me pedía ir a la panadería o al almacén. Así
que montaba en mi bicicleta roja. En los sueños y la imaginación fue pasando de
un corcel al estilo del Zorro hasta un auto último modelo al estilo de James
Bond. Era una bicicleta de dos ruedas. Pero soñar no costaba nada. Siempre
quedaba con el vuelto alguna golosina –no eran muy comunes- y los clásicos
huesitos (tenían forma de huesos para perros) de la panadería de Marchessini.
Mi mamá después de años de silencioso trabajo tuvo su recompensa jubilándose
como ama de casa. La vida tiene sus vericuetos.
Los vecinos aportaban lo suyo: el gran Batán, el
verdulero de la esquina –Bv. Juan B. Justo y Gerónimo del Barco, fanático de
Boca. Siempre alegre, divertido, amable. Un personaje central del barrio. Años
después supe su apellido –Panero. Maretto, el kiosquero, cada mañana con su
bicicleta y con su moto traía el diario La Voz de San Justo. Don Bischoff, un
alemán gruñón, zinguero, siempre vestido con su jardinero verde. El Aldo
Salvaneschi, venia de trabajar en la fábrica, descansaba y se ponía a realizar
las hamacas, las calesitas, los sube y baja –rojos y blancos del querido River
Plate, para que en la Navidad y Reyes los chicos tuvieran un pequeño parque de
diversión en sus casas. Los papás de: los Heredia, del Gerardo Giustetti y del César
Daguero tenían su trabajo, ya sea como empleado en la empresa de energía
eléctrica, carpintero y dedicado a la fotografía –en ese orden. Cada uno tenía
su modo lícito de ganarse el pan de cada día. No se conocían los planes
trabajar. Se trabajaba.
Algunos mayores ostentaban el título de “Don”. Palabra
reservada a la sabiduría, al respeto, a quién se la había ganado y se la merecía.
Don Lorenzo era mi abuelo. Por eso cuando hace años una vecina me empezó a llamar Don Sergio me remonté a ese tiempo y
me dije “me gane el respeto de los vecinos”.
Así podría nombrar a una cantidad de vecinos y vecinas
que van surgiendo en mi memoria. El negro Gerván y la Rosa, Don Rodríguez y su
esposa, los nonos Bessone, los Viotto, los Giner, los Gambini, los Goethe, Melano,
Don Fenoglio –quién decidió irse de este mundo muy temprano y Doña Ofelia, el Chiche, Doña Lucero y su hijo
el Alberto, tío del Jorgito Contreras –un gran amigo de la infancia. Después
fueron llegando nuevas familias, nuevos amigos y amigas. Se fue renovando el
barrio poco a poco.
Unas líneas para una familia de apellido Rossi, el papá era
albañil, muy humildes, eran varios hermanitos, y uno de ellos era sordomudo.
Vivieron un tiempo en Bv. Juan B. Justo y Larrea. Muy buenos amigos. Después se fueron a vivir a la ciudad de Córdoba.
Muchos años después uno de ellos volvió a visitarnos: era aquel niño –ahora
joven- sordomudo que ya había aprendido a expresarse con el lenguaje de señas. Fue
una gran emoción volver a verlo.
Todos íbamos a la escuela. La mayoría iba a escuelas
estatales. Yo era uno de los pocos del barrio que iba a escuela privada. Pero
todos usábamos guardapolvo blanco en la primaria. La diferencia en el uniforme
recién aparecía en la secundaria.
Como todo barrio había sus peleas. Un celo, un egoísmo o
una medianera con una fila más de ladrillos hacían que estallase un conflicto
que los chicos vivíamos como una guerra mundial. Insultos, palabrotas y por una
tiempo los vecinos no se saludaban. Luego cuando sobrevenía alguna muerte o las
fiestas de fin de año aquellas peleas eran olvidadas y ganaba nuevamente la
concordia. Hasta que nuevamente se desatará la furia. En su mayoría
descendientes de italianos esto es como un ADN que nos constituía. También
había turcos (después de grande me dijeron que eran sirio-libaneses), alemanes
y españoles.
La siesta era un momento sacro dónde se clausuraba todo
movimiento. De muy pequeño la sufría. Luego de más grande me escapaba y nos
juntábamos en alguna casa del barrio sin hacer ruido a escuchar radio y hablar
de sueños y muchas quimeras. La siesta podía durar de 45 minutos a una hora y
media. Según la necesidad y las responsabilidades asumidas. Luego se seguía sin
prisa y sin pausa las tareas diarias.
Una vez el querido Batán organizó un partido de fútbol
con toda la gente del barrio. Estamos hablando de hombres entre cuarenta y
cincuenta años. Muchos de ellos se destacaron en su juventud en diversos clubes
o bien en el potrero barrial. Siempre lo recuerdo como un momento de alegría dónde
todos podían estar juntos. Luego del partido, que era una excusa, una generoso
asado y muchas bebidas. Hasta el día de hoy siempre este episodio juega en mi
vida como real e imaginario. Como esas historias que contaba el padre del personaje
principal de la película de Tim Burton en “El gran pez”.
Muchos de ellos ya no
están, están sus hijas e hijos, sus nietos y bisnietos. De muchos no supe más
nada. Después de partir del barrio, a los 17 años, las noticias y las caras se
fueron espaciando. Quedaron esos rostros en mi memoria. En mis profundos recuerdos.
En el gran afecto. Un par de lágrimas quizás sea el mejor homenaje a estos
hombres y mujeres que son parte de mi historia.
Esos vecinos fueron construyendo
esa persona que soy hoy.
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