A mediados de diciembre, con
un calor agobiante, fui a pasar unos días al Monasterio de Luján. Todos los
años, en algún momento, siento esa necesidad imperiosa de estar un tiempo en
silencio. El lugar es sencillo, la edificación es moderna y confortable y está
rodeado por un extenso campo. En varias partes se levantan pequeños islotes de
diferentes especies de árboles. La tranquilidad solamente parecer verse
alterada por el canto de los pájaros que van y vienen, de algunos grillos que
parecen narrar sus historia cuando llega la noche, y los sapos que croan en las
tres diminutas lagunas esparcidas en el terreno. En algunos momentos ladra el
único perro que cuida el convento. Averigüé y me dijeron que se llama Bernardo.
Cuando llegué al lugar, después
de tocar el timbre, el hermano hospedero me dio un cálido recibimiento y casi
en forma inmediata puso a mi disposición los horarios que mantienen la
sincronía diaria de aquellos que estamos ahí. Luego me condujo a mi habitación.
Es pequeña, con una ventana, una cama, un escritorio con su silla, algunos
cuadros de imágenes religiosas, un crucifijo
y un baño, pequeño pero con lo suficiente para la higiene personal.
Descorrí las cortinas y
desde la ventana pude observar el campanario, no muy elevado, que a las tres en
punto de la mañana da inicio a la jornada de oración y trabajo.
A las dos y treinta ya me
levanto. Una ducha rápida, me cambio y salgo para estar unos minutos antes en
la capilla que congrega a los monjes y visitantes. Me gusta sentarme en el
medio del templo y en un banco amplio. Una vez que estoy allí un monje se me
acerca y me extiende un libro que será la guía en las oraciones de la jornada.
Se escuchan las campanas, y
minutos después todos nos ponemos de pie. Un hermano avanza haciendo la señal
de la cruz y todos lo seguimos como un ejército sigue la orden de su
oficial. De allí en más las oraciones cantadas se alternan con los recitados.
Cada salmo es precedido por una antífona y se culmina con una alabanza cantada
que invoca al Dios como Padre, Hijo y Espíritu. Al principio y al final todos
nos ponemos de pie otra vez. De esa manera termina ese primer momento del día
en que los monjes llaman maitines. Siempre se debe rezar antes el amanecer,
después cada uno tanto monjes como visitantes, se dirigen a sus tareas. No
obstante, a mí me gusta quedarme un rato más y luego pasar por el comedor
común. Lleno un tazón con café y leche, lo endulzo con miel, tomo dos panes y
tres galletas. Tengo siempre la misma rutina
y me retiro a mi habitación para leer y meditar.
La oración se repite en
varios horarios durante el día. A las siete lo llaman laudes y la oración está
engarzada en forma inmediata con la misa.
Vienen luego dos momentos que denominan: prima y tercia. Luego a las doce
se reza lo que se llama sexta y dónde también se canta el Ángelus en honor de
la Virgen. Luego del almuerzo y el breve descanso, a las quince, se reza Nona,
dedicada a la misericordia. Cuando el sol va decayendo hacemos la oración
de las llamadas Vísperas, también junto
al Ángelus. Culminando la jornada, luego de la cena, y pasada las veinte se
rezan completas. Aquí se recibe la bendición con agua bendita y se hace
recuerdo de la muerte, invitando a tener el espíritu preparado para nuestra
propia muerte. Aquello que comienza bien temprano tiene su cierre. Hemos pasado
por las diferentes etapas del hombre que se levanta para trabajar y pone su
confianza en Dios, luego va desarrollando sus actividades y se detiene a
invocarlo en diversos momentos del día y al final de la jornada pone nuevamente
la propia vida en sus manos.
En este andar cíclico de
hombre y tiempo, como un engranaje perfecto marcado por la naturaleza, cada uno
de nosotros va desarrollando sus actividades en absoluto silencio, que puede
ser interrumpido con un saludo o un cruzar de miradas. Aquellos que nos
hospedamos por un breve tiempo gozamos de la prerrogativa de preguntar al
hermano hospedero por tal o cual actividad. Siempre se recibe una escueta pero
cálida respuesta.
El domingo la jornada
comenzó como los días anteriores. Pero la misa –como es un día festivo- se
celebra a las once y pueden participar además todos los visitantes externos que
están de paso. Muchos son feligreses de cada domingo, ya sea por su proximidad
al Monasterio o bien porque son parientes de algún hermano monje u ocasionales
peregrinos que van rumbo a sus casas de fin semana.
Había amanecido con uno sol
pleno, el cielo estaba libre de nubes, y la temperatura era agradable, por lo
cual presagiaba una jornada muy buena, y de ahí que los peregrinos que
llegarían al templo serían muchos. El templo no es muy grande y a veces algunas
personas siguen todo el oficio de pie.
Luego de realizar mis
labores de reflexión en el cuarto, aproveché lo diáfano del día y salí a caminar y media hora antes
de que diera comienzo la misa, estaba ya sentado en el mismo lugar de siempre.
En el coro estaban los monjes. Los jóvenes estaban
a distancia del monje mayor que tenía los ojos cerrados. No pronunciaba palabra
alguna. Pensé que el monje mayor tenía pensamientos que iban circulando desde
su razón a su corazón, como la sangre va del corazón al resto del cuerpo y
vuelve, y luego volvían a realizar ese circuito del corazón hacia su razón.
El bullicio de la gente que
parloteaba en el atrio y que comenzó a entrar trastrocó mis propios
pensamientos y me volvió a situar en tiempo y espacio en el lugar en el que
estaba. Se escucharon de nuevo las campanadas. La misa duró un poco más de lo
habitual y culminó con la bendición del Padre Abad, superior del convento. Los
feligreses comenzaron a retirarse y después de pasados unos minutos quedábamos
en el templo el monje y yo.
Se levantó y caminó parecía
que casi sin tocar el piso, como sí levitara, elevándose envuelto en su
silencio. Hasta me daba la impresión de que su rostro irradiaba luz. Se detuvo,
se inclinó y el hábito compuso junto al piso el efecto de un círculo que me
hizo pensar en un eclipse. Tomó entre sus dedos de la mano derecha un elemento
que estaba en el piso de ladrillos. Lo observó con sigilo como un cazador
examina a su presa o un jugador de ajedrez estudia su próxima jugada. Desde mi
posición de vigía no podía divisar de qué se trataba. Entre él y yo había un ángulo de obscuridad que mis
ojos no podían atravesar. Me quedé sentado. Él siguió por un largo rato mirando
lo que para mí era un objeto extraño. Yo sentía que era una eternidad. Caminó
con su andar sereno y se detuvo frente a una imagen. Una escultura muy rústica
que contenía a una mujer y a un niño en sus brazos. Con la poca iluminación que
daba sobre el lado izquierdo de su rostro ví –o en verdad supongo que ví- que
tenía el hermano los ojos cerrados. Tomó el elemento –que seguía siendo una
gran incógnita para mí- y lo depositó a lado de la imagen. Hizo una inclinación
y se retiró por el lugar de donde había venido. Dejé pasar unos minutos pero me
devoró la ansiedad y entonces decidí caminar hacia la imagen.
Estoy parado frente a la
imagen, mis ojos buscan el objeto y está allí. Me percibo con un cierto
nerviosísimo por hacer algo a lo que no estoy acostumbrado, siento en mi cuerpo
un leve temblor. Tomo rápidamente el objeto y lo pongo en el bolsillo de mi
campera. Salgo rápidamente y me dirijo al comedor. Allí juntos, monjes e
invitados, nos disponemos para disfrutar del almuerzo. El domingo no hay monje
lector, sino que sale de unos parlantes una bella música, después de oírla por
unos minutos reconozco que es el quinteto en Do mayor de Schubert que tiene
como característica particular que es ejecutado con dos violoncelos.
Después de orar en
agradecimiento por los alimentos, nos sentamos y como antiguos camaradas nos
vamos pasando las fuentes con ensaladas y la comida preparada para ese día. Un
joven hermano va pasando con una botella y al dirigirse a mí lo hace con un
gesto para darme a entender si deseaba vino a lo que asiento con la cabeza.
Saboreo ese néctar y ya me encuentro más sereno. Después del almuerzo colaboro
en la tarea de recolección y limpieza de los utensilios. Antes de retirarme
dejo sobre la mesa un sobre, dentro hay dinero para compensar las atenciones de
la estadía en el convento.
Los monjes no tienen una
tarifa fija, confían en la voluntad de los hospedados. Una de sus reglas que
viene de su fundación en el medioevo es que los monjes no niegan alimento y
hospedaje a aquellos peregrinos que golpeen a su puerta. Hago un rápido paneo
con mis ojos por el cuarto, salgo y luego de saludar al hermano hospedero subo
al auto para volver a casa.
Tiempo después estoy sentado
en mi escritorio, tengo un vaso con whisky y algunos cubos de hielo –juego con
ellos- mientras observo la foto que había tomado de la escultura de la Virgen y
a su lado está el objeto que ya no es extraño para mí.
Minutos después recibo un
mensaje de texto de un amigo que dice: “estuve unos días en el monasterio y
tengo un sobre para vos que te envía un monje”. Me suena extraño. Le hago a mi
amigo dos o tres preguntas pero no obtengo
la respuesta que me hubiera permitido adelantarme al contenido de esa
misiva. Acuerdo con él de encontrarnos en su oficina al día siguiente, dado que
la intriga por el contenido de la carta pudo más que mis ocupaciones ya
prefijadas.
Allí estaba a las nueve como
habíamos arreglado. Nos saludamos y nos quedamos charlando un rato. No recuerdo
nada de lo hablado con mi amigo, ya que mi cabeza estaba en el contenido de ese
sobre. Nos despedimos y entonces apuré
mis pasos. Entre a un bar, busqué una mesa alejada de la gente, y le pedí a la
moza un café cortado. Miré el sobre que decía mi nombre y apellido y al dorso
estaba la dirección del monasterio y nada más. Arriba de mi nombre y también en
una pulcra letra estilo gótico se leía el nombre de mi amigo junto a la palabra
“atención”. Mi nombre y apellido lo precedía la palabra “Señor”. Desconocía al
firmante. Le pido a la moza, abusando de
su atención un cuchillo, veo que me pone cara extraña ante tal pedido, entonces
le muestro el fin de lo solicitado, que
era para abrir un sobre, y se sintió más aliviada. Lo supuse por el cambio en
su semblante.
Tengo las hojas de la carta
en mis manos y comienzo la lectura:
“Estimado
Señor:
Seguramente tendrá un sentimiento
extraño por recibir esta carta. Me atrevo a escribirle porque al decir de su
amigo sé que es una persona honesta y discreta. Quién ha hecho de intermediario
entre Usted y yo. Me agregó su amigo a
modo de perlita que confesarle algo a Usted es como guardar un tesoro en un
cofre a prueba de todo. Esas razones me animaron a escribirle esta confesión.
El día en que usted estaba en el templo yo me acerqué y tomé un pendiente que
estaba en el suelo, lo observé y lo deposité poco después a los pies de la
Virgen María que adorna parte de nuestro templo. Poco después de retirarme,
usted fue hasta dicho lugar y tomando ese pendiente, lo guardó en un bolsillo.
Lo observé todo desde la sacristía. No me animé a acercarme en el almuerzo y
luego Usted se retiró de nuestro monasterio. Dicho pendiente seguramente para
Usted no tiene ningún valor, pero si lo tiene para mí. Ahora le voy a narrar el
significado real y profundo que tiene ese simple pendiente y la razón de
ponerlo a los pies de la escultura.
En
mi infancia, en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, tenía una compañera
de colegio con la cual nos llevábamos muy bien, con la que además
compartíamos la proximidad de ser vecinos
y la amistad de nuestras familias. Fuimos creciendo casi sin darnos cuenta. Al
llegar a nuestra adolescencia y por
motivos laborales, esto lo supe años después, sus padres emigraron a la ciudad.
Antes de despedirnos en una tarde calurosa de febrero nos juramos que cuando alguno de los dos
necesitara del otro lo buscaría y mediante un símbolo le haría saber que estaba
necesitando un milagro en su vida. Si era yo quien lo necesitaba, le llegaría una hoja con un poema que había
escrito en la escuela y que a ella le había gustado mucho, porque era la
historia de un perro que nos acompañaba en nuestras travesuras de infancia, y
si ella era quien necesitaba del milagro, me acercaría un pendiente de color
azul que tenía varios apliques con diversas figuras, como lo habrá podido
notar. El tiempo pasó para ambos. Supe a través de mi familia que ella se había
casado, tenía hijos y una profesión exitosa. Por mi parte soy monje, no antes
de dar varias vueltas por la vida, ingresando al Monasterio después de pasados
los treinta años y ya hace casi cuarenta que estoy enclaustrado viviendo en mi
vida el lema de nuestro fundador San Benito "Ora et labora". En este
largo tiempo, si le confieso que he necesitado varios milagros para continuar,
pero nunca me atreví a hacerle llegar a ella ese poema que está guardado en mi
breviario.
Intuyo
que ese domingo de diciembre ella estuvo por aquí. No la vi. Se habrá percatado
de mi silencio y mis ojos cerrados durante las oraciones y celebraciones.
Cuando fui a rezar mi oración diaria a la Virgen y divisé ese objeto, al
tomarlo volé con mi imaginación a esa adolescencia de alegría, secretos y
promesas. Recorrí el pendiente con mis
dedos y comprendí el mensaje. Mi amiga de la infancia necesitaba de un milagro.
Por eso lo llevé a los pies de la Virgen. Solamente le pido que si lo tiene en
su poder lo ponga cerca de algún elemento religioso que sea importante en su
historia de fe. Es un signo solamente y no hay magia. Los milagros son parte
del andar diario de la gente, no hay intervenciones extraordinarias, hay
actitudes ordinarias que producen lo que decimos un milagro. Le ruego ese gesto
para dar por cumplido ese pacto juvenil. Disculpe mi atrevimiento, pero guarde
en su corazón este pedido y esta historia. Es algo muy lejano en mi vida, pero
creo estar seguro de que en algún momento estuve enamorado de ella. Hoy ya en
el trayecto casi final de mi vida es Usted un instrumento para confesar aquello
que ya fue vivido. Espero sepa comprender. Me despido con mi bendición y
afecto. Hermano Silvio”.
-¿Algo más señor?. -No,
gracias. Pagué y guardé la carta en mi bolsillo. Confundido y estupefacto,
hasta diría con cierta vergüenza iba haciendo memoria en el tren de mis días en
el Monasterio, del pendiente y el contenido de la carta del monje que acababa
de leer. Llegué a casa, subí y
busqué ese pendiente y junto a la
fotografía que había sacado, puse todo prolijamente en un sobre y lo deposité
en el cajón central del escritorio bajo llave.
El fin de semana siguiente
me dirigí hasta el monasterio. Participé de la eucaristía como un fiel más. Se
volvió a repetir aquella escena del domingo de diciembre y después que el
hermano monje se hubiera retirado, puse el sobre en la escultura que
representaba a María Virgen con el niño. El sobre contenía el siguiente
epígrafe “para el Hermano Silvio con mi afecto y oración”.
Después me retiré. Había
cumplido una misión. Había cerrado un círculo abierto involuntariamente.
Sergio Dalbessio (2017).
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