Carta depositada en el santuario laico |
Cuando escucho la
palabra campo vienen a mi memoria los recuerdos de mi infancia. Un largo viaje
y un gran portón que se habría daba lugar a un eterno camino de tierra que nos
conducía al encuentro con una casa de color amarillo, rodeada por un pequeño
monte, galpones y un poco más lejos “la ramada”, donde se ordeñaba dos veces
por día a las vacas. Salen a nuestro encuentro mis abuelos y tíos, los peones y
algunos perros.
Era un lugar de magia y
misterio, de juegos y de cabalgatas. La tristeza comenzaba en la despedida
cuando había que emprender la vuelta a la ciudad. Los momentos felices quedaron
atesorados en el corazón.
La segunda vez que
escuché la palabra campo fue en la escuela secundaria cuando un profesor nombró
los campos de concentración. En la adolescencia no presté atención o quizás no fui motivado
por esa frase campo de concentración, pero quedó anclada en el puerto de mi
memoria.
Años después, haciendo
teatro leído, interpreté un texto que nos hablaba de Maximiliano Kolbe, un
sacerdote católico que dio su vida para salvar a un padre de familia judío, ahí
comencé a tomar conciencia que la palabra campo también tenía otro significado
y otras historias y realidades.
Al venir a mi mente la
palabra campo se desgranan otras imágenes como: tierra, aire libre, sembrados,
animales, árboles y pájaros. También pienso en las rejas del arado que producen
heridas en la tierra para que la siembra de la semilla echada por el labrador
genere vida al transformarse en alimento.
La palabra campo
significa según la R.A.E: “Parte de la superficie terrestre no
ocupada por núcleos de población. Parte de esta superficie destinada a la
agricultura y conjunto de núcleos rurales dedicados a esta labor”.
Los territorios que
estaban en medio de bosques cercanos a la ciudad, transitados por niños y
ancianos, cerca de lagos o ríos, eran tierras que podían ser una plaza para
juegos o un campo de fútbol o simplemente un pulmón de aire para la humanidad y
de pronto, esa porción de tierra, se vio rodeada de alambres de púa, garitas en
todas las esquinas y soldados armados con grandes reflectores que iluminaban las
enormes construcciones.
Se sumaban a ese triste
paisaje una serie de vallas, perros atados a cadenas y apenas sostenidos por los
jóvenes soldados.
Entraban a los campos mujeres,
niños y hombres, traían unas pocas cosas, alguna pequeña valija, una muñeca, y
mucho sufrimiento.
Eran separados y
algunos inmediatamente asesinados, otros eran desinfectados y se los ponía a
trabajar como esclavos. A los que intentaban escapar, una bala o la
electricidad que recorría los alambres acababan con su vida.
La falta de alimentos y
las pocas fuerzas se iban asociando a enfermedades, las cámaras de gas y los
experimentos, en especial en niños, eran los caminos a la muerte en los campos.
Millones de seres
humanos se convirtieron en cenizas que quedaron esparcidas en esos campos y la
sangre allí derramada nutrió parte de las hendiduras de la tierra.
El campo, la tierra y
la soledad cobijaron las últimas palabras o las miradas finales de la vida de
hombres y mujeres. Ellos tenían sueños, proyectos, familias y querían seguir
viviendo, pero alguien decretó su prematura y cruel muerte.
Otros por fortaleza
interior y aunque sus fuerzas flaquearan hicieron un acto de rebelión y
lucharon para seguir sobreviviendo.
En ese espacio de
dolor, sufrimiento y muerte alentaron a otros a no decaer, los tomaron de las
manos, del hombro, les hablaron para soplar un hálito de vida para que no se convirtieran
en lo que querían los perversos que fuesen “despojos de humanidad”.
Los pedazos de tierra
que fueron utilizados para matar seguramente hubiesen querido ser como el campo
de mi infancia.
La misión de la tierra
es contener, dar vida, fundirse con el ser humano. Las personas que estaban
inoculados por el odio y la violencia hicieron de su existencia, de esas porciones
de tierra, un lugar de muerte.
Hoy son un faro de la
humanidad, un lugar sagrado, un pedazo de existencia que nos trae a la memoria
de la humanidad lo que sucedió ahí, en un tiempo y espacio determinados por la
historia, pero que no deberíamos volver a repetir nunca más. Hubo millones de
muertos, pero miles de sobrevivientes convirtieron ese dolor en un aprendizaje, no
solo para ellos, sino para todas las conciencias de los seres humanos. Con los
años fueron compartiendo sus duras y crueles experiencias para que ese horror
no se volviera a repetir. Hay una la larga lista de desconocidos que por el
mundo llevan las semillas que siembran en los corazones abiertos para que ese
nunca más sea realidad.
También hay otros que
dejaron legados de esas doloras experiencias, pienso en Ana Frank y su diario
que nos quedó como testamento, en especial para los adolescentes y jóvenes; en Víctor
Frankl que hizo la resiliencia y nos aportó la logoterapia como método para
superarnos en un mundo que a veces chapotea en el barro de la soledad y
desesperación; en Etty Hillesum, joven judía que viven en Holanda, que tiene
una profunda espiritualidad y una elevada vida mística que se hace insumisa
haciendo el bien en lo cotidiano en la ciudad primero y luego dentro del campo.
Querido campo, vos sos
inocente, aunque algunos hombres te quisieron transformar en un lugar de muerte,
aun lo que perecieron ahí nos iluminan para que hagamos un mea culpa y
cambiemos el mal por el bien. Forzadamente acogiste a judíos, gitanos, polacos,
hombres y mujeres, homosexuales, sacerdotes, creyentes y ateos, recibiste al
fin seres humanos.
Nuestra existencia se
debate entre el bien y el mal, el campo de batalla es la tierra, Caín mató a
Abel pero Dios no quiso venganza y por eso puso una señal sobre Caín para que
nadie lo tocara. Hoy somos nosotros los que peregrinamos con esa señal, y a
veces el mal se apodera y obnubila nuestros corazones.
Trastocamos nuestros
impulsos de bien y convertimos nuestro espíritu en aridez y sequedad
transformado nuestros deseos en guerras, de cualquier tipo.
Quienes experimentamos los
dolores y sufrimientos de los otros seres humanos y creemos que somos hermanos,
de la misma familia humana, de la misma sangre de Adán y Eva, apostamos a la
paz, al diálogo, el encuentro, a la fraternidad y nos abrimos para abrazar a
los otros.
Vos campo no lo querías,
pero en ese momento tus tierras se sacralizaron, al odio de unos se puso el
amor de otros, a la violencia de muchos se opuso los gestos solidarios de
otros.
Conociste campo, el
bien y el mal. Hoy los que caminan y sus pies pisan reverencialmente tus
caminos, sus ojos ven los muros y sus corazones y espíritus sienten los
sufrimientos de los que fueron torturados, esclavizados y asesinados. Ellos
serán los que te dignifiquen haciendo memoria para que el nunca más un “campo
de concentración” sea una realidad. Los únicos campos que existirán serán los
sembrados por las espigas de trigo, alimento para las aves del cielo y los
girasoles que mirando alabarán al sol. Esto nos hablará de humanidad. Dios no
estuvo ausente en los campos porque Él habita con su huella imborrable y única
en cada hombre y mujer que pasó por allí. Hoy sigue peregrinando junto a
nosotros por el mundo.
¡Paz, Salam y Shalom!
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