Hace varios años visitando a mis padres fui testigo de estos hechos que voy a narrar a continuación. Lo que comenzó como algo que parecía una broma se fue convirtiendo con el paso de los días en el hablar de todos los habitantes y a ocupar la atención de los medios hasta involucrar a las autoridades con el fin de resolver aquellas manchas que noche a noche surgían en las calles. En estos tiempos de pandemia y por ende de aislamiento social pensé nuevamente en esa historia que ahora estoy compartiendo.
Las
torres del molino sobresalían en el pueblo de casas bajas y estaban ahí desde
principios de la fundación. Sus chapas de color rojo se podían divisar desde
muy lejos. Alrededor de esas estructuras de hierro y chapa iba creciendo el pueblo, lo primero eran los
negocios y luego venían las viviendas que se iban multiplicando con el correr
de los años.
El
molino de Boero y Romano era el punto de referencia para situarse y desde ahí
trasladarse a cualquier lugar de la ciudad que había crecido al compás de los
buenos vientos y que se abría como una flor hacia todos los puntos
cardinales. En los barrios había
verdulerías, panaderías, mercerías y toda clase de negocios que resolvían las
necesidades diarias de los vecinos. Para ir al centro había que vestirse bien,
en el barrio se podía transitar en chancletas. Se dejaba la bicicleta en la
vereda o sobre el cordón del pavimento y nadie la tocaba.
En
la esquina dónde estaba el molino siempre había changarines que esperaban la
llegada de los camiones para cargar las bolsas de harina, ganándose así el
sustento. Muchos de ellos pasaron toda su vida allí, quedándoles las espaldas encorvadas como el testimonio de
su trabajo y una marca que nunca se les pudo borrar, como si fueran parte de
ese molino.
Los
campos llenos de trigo proveían al molino de la materia prima que se acopiaba
en esos grandes silos, unas tolvas lo
succionaban de los camiones y lo depositaban en esos tubos que nunca se
llenaban, parecían insaciables. Luego se embolsaba e iba a las panaderías para transformarse
en el pan de cada día.
El
martes a la noche de ese verano donde la ciudad vivía la tranquilidad
pueblerina, alguien se deslizó entre las sombras de la calle Almafuerte y al
día siguiente las pisadas aparecieron desde la entrada del molino, siguieron
por el boulevard principal y se fueron perdiendo por una de las tantas calles.
El
primero en verlas fue el Dalcio, que con su bicicleta salió como todas las
mañanas para tomar su turno en la estación de servicio que había frente al
molino y le llamaron la atención esas pisadas y fue siguiéndolas. Cuando entró
a la oficina donde estaba el Nereo dormitando, con un grito lo despertó
contándole la novedad y los dos fueron a verlas. El Diver les tocó bocina
sentado en su rastrojero para que le cargaran gasoil. Lo llamaron para que las
viera y en cuestión de horas toda la ciudad estaba hablando de esas pisadas. La
radio y el diario local enviaron a un cronista, ya que eran del mismo dueño y
lo tenían al Remigio que hacia exteriores.
Comenzaron
a realizar todas la elucubraciones posibles, hasta que apareció la policía y el
fotógrafo comenzó a sacar las fotos para adosar al sumario iniciado por
averiguación de algo que era indefinido.
Algunos
opinaban que era algún monstruo que vivía en los fondos del molino y que se
alimentaba de los restos de la harina y que esa noche había decidido salir a
pasear por la ciudad. Otros decían conocer la historia de uno de los dueños del
molino que había tenido un hijo que era un monstruo y lo había escondido en los
sótanos del molino, ahí lo alimentaban y ahora seguro había decidido salir a
conocer la ciudad. También estaban aquellos que decían que por la forma de las
pisadas eran seres extraterrestres que habían descendido en los techos del
molino, permitido por su altura y que estaban recorriendo las calles para
conocer a los habitantes de este mundo. Opiniones y conjeturas que iban desde
monstruos, seres alados hasta marcianos y toda clase de fantasías que fueron
alimentando las charlas en las casas, en los cafés y en cada una de las
esquinas. Todos hablaban del mismo tema, todos sabían de qué se trataba, todos
tenían un amigo que les había dicho la verdad sobre esas pisadas.
La
noticia trascendió las fronteras de la comarca y así comenzaron a llegar periodistas, científicos
y toda clase de personajes que querían
ver de qué se trataban esas huellas o decían saber todo sobre ellas.
La
calma pueblerina fue interrumpida por autos y grandes camiones con equipos
sofisticados para descubrir ese extraño fenómeno. Los trenes llegaban llenos de
pasajeros, y los hoteles ya no alcanzaban para tanto visitante, algunos se
hospedaban en casa de familias y en los kioscos las revistas tenían en sus
tapas a la ciudad y a algunos de sus habitantes que se prestaban para las
entrevistas.
Sin
embargo había alguien que disfrutaba de todas esas conjeturas que oía mientras
caminaba entre sus vecinos y los ocasionales curiosos que venían de pueblos
vecinos y de grandes ciudades a ver ese fenómeno que surgió y que nadie podía
desentrañar.
Por
las noches se montó una guardia para estar atentos y vigilar si ese ser se daba
a conocer. También las charlas se fueron convirtiendo en apuestas, se
consultaban tarotistas y adivinas, hasta el cura del lugar en todas las misas
pedía a Dios que apareciera ese monstruo y él aseguraba que era una señal del
cielo para todos los habitantes se redimieran de los pecados que se cometían a
diario en esa ciudad. Hasta en un sermón llegó a decir que los tiempos del
apocalipsis se estaban cumpliendo y que esas pisadas era el preanuncio del
final del mundo.
Él
caminaba por las mañanas, almorzaba, dormía la siesta, miraba televisión y
volvía a salir un rato por las tardecitas. Luego volvía a su casa, sin ninguna
preocupación por las pisadas y hasta con cara de alegría por disfrutar de todo
lo que pasaba.
Con el correr de los días nada nuevo se
descubría y poco a poco se fue perdiendo el interés sobre las pisadas. Ya no
llegaban de otros pueblos y ciudades, la prensa se fue retirando. Solamente se
hablaba en algunos momentos de ese hecho. La policía archivo la denuncia por no
encontrar a los culpables ni responsables, el cura volvió a pedir plata en sus
sermones para terminar las torres del nuevo templo.
El
Dalcio siguió saliendo todas las mañanas con la bicicleta para ir la estación
de servicio de los Porcari, el Diver se bajaba del rastrojero, sacaba la tapa
del tanque y esperaba que el Nereo pusiera
la manguera para seguir llenando el tanque de gasoil como lo hacía
durante todo el año, salvo para año nuevo.
El
Remigio continuó haciendo los exteriores para la radio y el diario de los
accidentes de cada día, cubría los partidos de futbol del club local, en las
noches los partidos de básquet y la vida siguió con su rutina diaria para cada
uno de los habitantes de la pequeña ciudad.
El
Avelino seguía con su sonrisa, durmiendo la sagrada siesta y mirando las series
de televisión en blanco y negro. El día
que el Avelino murió de un ataque al corazón su hermana Palmira encontró un
cuaderno “Gloria” de hojas cuadriculadas, y atado con una bandita elástica. Lo
dejó sobre la cómoda y una noche mientras dormía algo la sobresaltó
interrumpiendo su pesado sueño y vio que había algo extraño en el cuaderno,
eran unas luces, quedó como petrificada en la cama y observó cómo comenzaron a
salir unas pisadas, descendieron y continuaron caminando hasta el jardín y
luego se perdieron detrás de la ligustrina que separaba la casa del Avelino,
del Molino.
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