El siguiente texto denominado TIEMPOS, es un llamado texto libre, escrito con retazos de recuerdos y girones de realidad. Los personajes, en su mayoría reales pudieron o no obrar de esa manera, en la imaginación de un niño fueron quedando hilvanadas frases, rostros, escenas, palabras, situaciones que luego de tantos años vuelven a surgir. Lo escrito son memorias inconclusas que fueron desempolvadas en estos días gracias a un amigo de San Francisco, Daniel Musso, que tuvo la gran deferencia de enviarme las fotos que ilustran este texto y que son de ese barrio de la niñez y adolescencia. Algunas casas están como en esos años, otras se han reformado con el paso implacable del tiempo, pero en el corazón y en la mente han quedado esas personas que fueron parte de mi vida, sin ellas no podría ser quién soy hoy.
TIEMPOS
Caminaba a la casa de Néstor
cuando el tipo que iba manejando el rastrojero modelo 62 de color azul se
acercó al cordón y me dijo: “subí pibe que vamos a dar una vuelta”. Lo reconocí
por su chaqueta color caqui, el cigarrillo ladeado que largaba el humo por la
ventanilla y luego por el largo y pesado silencio que mantuvimos durante el
viaje.
Me dejó en la esquina de
Gerónimo del Barco y Boulevard Juan B. Justo diciéndome que en un rato me
pasaba a buscar. Cuando baje yo estaba vestido con el pantaloncito blanco de
tela gruesa, la camiseta de River sin ninguna propaganda, las medias por debajo
de las rodillas y los gastados botines “Sacachispas”.
Vi al Batán entrar con su
andar apurado en la verdulería y pase diciéndole “Hola Batán”, él estaba feliz porque
“su boquita” había ganado ese domingo en el campeonato Nacional. Él siguió
atendiendo con su eterna sonrisa y haciendo sus viejos chistes. Gire mi cabeza
hacia Sáenz Peña y vi que venía la
señora del Batán caminando por la vereda que tenía sombra con el eterno diario
que tapaba su cabeza del sol. Mi caminata siguió por esa calle de la infancia.
Estaban Don y Doña Ríos frente a la puertita azul sentados en unas pequeñas
sillas mientras charlaban y tomaban mate.
Don Chiappero cargaba la
camioneta Ford 100 con cigarrillos y golosinas para hacer el reparto diario y
su señora le alcanzaba los anotadores y un block de papel. Seguí, no sé si
ellos me veían, intuyo que no.
Ahí estaba el Arnolfo con su
soplete que lanzaba una llama azul y blanca, tenía puestas sus antiparras
enormes. Apagó el soplete se levantó las antiparras y comenzó a gritar
DIIIIAAANNNAAAAA. Enseguida se acercó Diana, su perra de caza de color blanco
con pintas rojas y el Arnolfo le tiró una galletitas. Mirarlo y escucharlo en
ese viejo galpón donde hierros y chapas adquirían forma bajo ese soplete mágico
era algo de otro mundo. Su figura siempre me pareció de alguien que venía de
otro tiempo y lugar. Años después cuando leí “El eternauta” no pude dejar de
pensar que Juan Salvo, ese héroe social que viene a salvar a la Argentina era
el Arnolfo, hasta creo que Héctor Oesterheld y Francisco Solano López pasaron
por ese taller y al verlo se inspiraron para escribir y dibujar la historieta.
De la casa de ladrillos con
muchas plantas, flores y tres grandes paraísos que daban sombra en el final de
ese patio cuya pared medianera lindaba con mi casa salía Don Bertín, con su
ramita de ruda que sobresalía de la boca y Doña Bertina que lo despedía dándole
una bolsa y un papelito para hacer las compras en el almacén de los Tuninetti.
Doña Bertina después le alcanzaba un mate a su hija la Punín que se iba a
trabajar con el Moncho, su vecino, hijo de los Montoya con el cual noviaba.
Esto último era un secreto –conocidos por todos- porque eran novios grandes y
eternos, y eso los chicos no lo teníamos que saber. El Moncho trabajaba en el
escritorio de los Terraf me decía siempre mi papá, con eso quería decir que era
alguien importante. Con el tiempo fui descubriendo que todos los que trabajaban
en escritorios eran tan cagatintas como lo fui yo durante años.
Al frente vi a
mis tíos abuelos, Francisca y Yuanin. La tía con su pelo blanco y su abrigo
negro, y el tío con su cara de bueno, tenía puesta su gorra marrón y el poncho
que le cubría las espaldas. Caminaban al lado de los tíos la Chita, la Aurora y
el Pocho, sus hijos.
Me encontré con los hermanos
Bañasco, todos solteros, en voz baja les decíamos “los solterones”. El flaco
Bañasco que trabajaba el almacén de ramos generales de Godino Hermanos, siempre
chistoso y sonriente, su pelada parecía siempre estar lustrada; el gordo que
era más serio e iba en su bicicleta estilo inglés que soportaba su peso sin
chistar y la hermana que les alcanzaba un mate antes que ellos fueran a su trabajo.
Oteo hacia el frente y vi a
la Señora del Arnolfo que salía con una bolsita de red azul para comprar el
pan, y saludaba con un buen día a los hermanos Alessandri, el Chesco y sus
hermanas, todos también solteros y grandes ya sin posibilidades de casamiento.
Don Alessandri, flaco y alto
era el único casado de todos los hermanos
y junto a su señora que siempre tenía cara seria sacaban un falcón
blanco, bien lustrado. Ellos recogían al César Daguero, que era de nuestra
barra de amigos y a su mamá la Selmira, que era maestra, para llevarlos a la
escuela. Mientras pateaba el pedal de la Siambretta el papá del César que salía
con sus cámaras fotográficas a cuestas para fotografiar la negra realidad que
se cernía en esos tiempos por la ciudad y todo el territorio argentino.
Seguía pasando entre ellos,
debajo de mi brazo izquierdo llevaba mi pelota de cuero para ir con los pibes a
la cancha de Los Andes. Lo vi al Gerardo,
que le decíamos “colate” que también salía con su guardapolvo blanco
para la escuela. Don Giustetti, su papá, estaba por subir a su bicicleta
marrón para ir a la carpintería cuando
la señora le alcanzó el último mate de esa fría mañana.
Venía arrastrando los pies
Doña Dezzi que buscaba al Roberto que se le había escapado. El Roberto era el
nieto y tenía una discapacidad en su mente y se iba y nunca quería volver. Era
el hijo de una sus hijas, no recuerdo si de la que era gordita o la que era
flaca. También tenía un hijo Doña Dezzi que se parecía a Isidoro Cañones y
hacía culto de la vagancia y de los proyectos más estrafalarios como aquel que
pidió plata para comprarse un terreno y se compró una escopeta con la cual
asustaba a los vecinos tirando en las noches a las estrellas, algo que se acabó
cuando lo subieron a un patrullero y paso unos días en la comisaria.
Mientras la voz de
Roooberrrtoooo seguía martillando mis oídos continué caminando, los podía a ver a todos, pero lo
raro era que ninguno de todos ellos me veía. Al llegar a la esquina de
Aristóbulo del Valle estaba el Chachi Quatroccolo, aquel pibe que fue compañero
en la escuela pero un año nomás. Su papá sacaba el Torino blanco cuatro
puertas, y recordé que lo habían secuestrado en la época de plomo del peronismo
para pedir un rescate, pero lo soltaron enseguida, tenía una carpintería con
una tal Leiva allí por la avenida 9 de setiembre. Un hijo de ese Leiva vino a
la escuela pero su comportamiento desacertado no lo hizo durar mucho en el
colegio de curas, aunque el petiso era muy inteligente, le habían puesto el
mote de “insecto galerudo” porque se parecía a un cascarudo.
Ya en la calle Larrea vi a
don Pereyra que era evangelista, era de andar pausado y caminar muy tranquilo y
de profesión electricista. Entré rápidamente al almacén de Don Valdemarin, que llevaba
puesta su infaltable chaqueta marrón y había un montón de frascos con harina,
azúcar, yerba que él abría y llenaba las bolsas de papel madera marrones.
Estaba despachando a una vecina que hacía las compras bien temprano. Desde ahí
vi a Gilli, el sodero.
Al seguir por Larrea vi que iba en su bicicleta Doña Adiós Pueblo, le
decían así porque tenía la costumbre de saludar a toda la gente que encontraba
en su andar. El sastre Boetto y sus dos hermanas también estaban abriendo las
puertas de su casa. Rengueaba y tenía una bicicleta negra de mujer. En ese
tiempo cuando tenían el cuadro como un triángulo equilátero le decían bicicleta
para hombres y sin ese caño era para mujeres. Todos usábamos la segunda porque
era más fácil para subir y andar.
También los vi de lejos a
los Salvaneschi, a los Milajer, a Doña Ema la santa mujer del barrio que le
estaba curando el empacho a un nene y mientras preparaba la Virgen para
llevarla a la casa de algún vecino, era una de las tantas novenas en honor a
María. Doña Ema lidiaba con su esposo el pelado Rodríguez, que tenía fama de
mujeriego y con uno de sus hijos vivía de noche y de la noche, parecía un
atorrante al estilo Cacho Castaña.
El Mingo Goethe sacaba una
bicicleta que recién había terminado de arreglar y se la entregaba a un chico
flaco diciéndole que la tratara bien y siempre anduviera con las gomas
infladas, a lo lejos tuve la sensación de que ese chico era yo cuando tenía
unos años más.
Don Rodríguez estaba ensayando
con su orquesta para la fiesta del sábado y tocaban la música de un cuarteto
cordobés, mientras Doña Rodríguez con su voz finita y suave llamaba para
acariciar un gato que pasaba por la vereda. El gato levantaba su cola
ronroneando y agradeciendo con su maullido las caricias dadas. Fue Don
Rodríguez aquel hombre que en silla de ruedas sin sus dos piernas y sus
anteojos negros que le dijo a mi hermano “cuando puedas ándate de aquí y no
vuelvas más”, cada vez que miramos ·Cinema Paradíso” recordamos cuando Alfredo
le dice a Totó que se vaya y no ceda a la nostalgia y no se acuerde de ellos ni
les escriba.
Don Gerván, el negro, volvía
en su bicicleta azul de trabajar en el ferrocarril y la Rosa Gamba con su
paso apresurado salía de atender al
último cliente que se había ido del almacén, no antes haber intercambiado
información sobre la vida de los vecinos emulando a los espías soviéticos y
norteamericanos que vivían entre secretos la guerra fría.
La familia Rossi, que tenía
una cantidad innumerable de hijos, estaban todos jugando en la vereda, mientras
su papá tomaba un mate que le cebaba su mamá antes de irse a trabajar a la
obra. Uno de ellos sordomudo estaba abrazado a su mamá. Era gente sencilla, de
escasos recursos pero todos ellos siempre estaban bien vestidos y limpios.
La Ana María salía con sus
tías y todas ostentaban orgullosas sus kilos de más. Su cumple de quince fue lo
mejor que nos sucedió en el barrio, fue la única fiesta porque después no
tuvimos otra. La narración de su tío sobre cómo decoró la torta de chocolate
luego de un fuerte dolor de estómago desahució nuestros deseos de devorarla.
Observé al Rudy, verdulero,
soñador y quijote, y sus hijos, con los que nos juntábamos a la siesta a
escuchar música y hacer algunas bromas por teléfono, que estaban discutiendo y
preparando los cajones para empezar la mañana de trabajo.
Vi al Jorgito con su abuela
que salían para el centro; mientras su tío el Alberto subía a la bicicleta e
iba a pintar la casa de los Medrano. La familia Gallego cuya mamá era muy seria
y a su papá le gustaba salir de farra, y tenían tres hijas que siempre estaban
impecables: la Mónica, la Mabel y la Marcela.
Doña Fenoglio, rengueando
como una perdiz que tenía un ala boleada se reía y le brillaban sus dientes
engarzados en oro.. Él Chiche salía con su Valiant color rojo, era un
empedernido solterón y especie de von vivant siempre parado frente a su casa en
la vereda. Muchos años después supe que tenía hijas con aquella novia que
trabaja en las oficinas de ENTEL.
Don Sará estaba parado en la
vereda saludando a su hija Mónica que partía para el trabajo y le comentaba a
una vecina sobre su hijo que andaba por el mundo integrando el conjunto
folclórico “Los Andariegos”.
Don Bischoff que se dedicaba
a la zingueria, siempre con su mameluco
y su señora o sea Doña Bischoff que caminaba muy despacio, casi
imperceptible a los que estábamos cerca, estaban apoyados en el tapialito de su
casa. Eran alemanes y cascarrabias, nunca nada les venía bien. En el barrio
había poca luz, la municipalidad puso unas torres con focos que se llamaban
“vía blanca” y Don Bischoff rezongaba porque atraían bichos por la noche.
Don Bessone, un viejito que
usaba anteojos oscuros y que tenía auto de origen alemán, pequeño y de color
gris, que mi tío Dino le compró para llevárselo a su pueblo chico, San Jorge.
Años después me dijeron que ese auto lo había usado un jerarca nazi que había
huido de Alemania, pero al intentar averiguar algo más nadie quiso hablar. La
familia Bessone tenía un altillo, siempre se rumoreaba que había algo extraño,
un hijo o una especie de ser inacabado humanamente, fallamos siempre en
nuestros intentos de descubrirlo.
Don Aldo Salvaneschi que
llegaba con su bicicleta del trabajo, almorzaba, descansaba un rato y ya se
ponía en su taller a construir las hamacas, calesitas, trepadoras, subibajas
rojos y blancos que Papá Noel o los Reyes llevarían a los niños en la
nochebuena o el 5 de enero por la noche. Sus hijas Norma y Nelly noviaban en la
vereda ante la atenta vigilancia de Doña Chiche, una mamá buena, sonriente pero
con los ojos de halcón, vigilante de las hijas y sus pretendientes.
Los Pecchio vivían en la
esquina en esa casa antigua con un gran patio. Tenían un grupo musical y
tocaban música de los Beatles, estaban ahí todos los amigotes con sus motos de
la época que tenían cruces, espadas y otros chirimbolos como adornos.
Desde la otra vereda me
pareció ver al Dante, si era el Dante Panzeri, fue el único que me saludo y me
dijo levantando un libro con su mano izquierda “no te olvides de leerlo”, mis
ojos alcanzaron a ver el título “Fútbol dinámica de lo impensado”. Venía de la
terminal de ómnibus, había vuelto en El
Turista desde Buenos Aires, era 14 de abril de 1978 y ese fue su último viaje.
Los vi a mis abuelos, la
nona Teresa le alcanzaba un mate a mi abuelo y le decía en piamontés “Lurenz
anda a comprar el pan y tráeme alguna masita, ya estoy cansada de comer siempre
pan”. Al entrar por el pasillo vi a mi viejo Imar llenando los sifones de soda
y a mi padrino Olivio saliendo a repartir. Desde lejos mi viejo le gritaba que
no se olvidara de llevarle soda a “la chica linda”. Mi perro Bochita atado con
la cadena en su cucha de cemento ladraba como si me viera, pasé a su lado, lo
acaricié, pero él siguió ladrando a una clienta que se acercaba con un sifón.
Vi de pronto a un chico jugando solo con su
pelota y relatando al estilo del gordo Muñoz
un partido de fútbol, hacía los goles y atajaba los otros, gritaba, se
enojaba y levantaba los brazos cuando ganaba y ponía cara triste cuando perdía,
creo que lo reconocí enseguida en ese rincón de la casa que era mi territorio
de soledad y de magia. Sentí un olor a carne al horno con papas que
cocinaba mi mamá Elsa, tenía su delantal y los ruleros que le habían puesto en
la peluquería el día anterior, de ahí deduje que era día viernes porque ella
iba los jueves por la tarde a la peluquería. Esperaba que se fuera y si mi papá
no estaba, yo aprovechaba para revisar todos los muebles en búsqueda de algún
regalo mágico o algún secreto familiar, nunca encontré nada. Y sentado debajo
de la parra había un nene con flequillo y corte de pelo a lo Balá que jugaba en
el patio con autitos, era mi hermano.
De la cocina de la casa de
mis abuelos salían mi tía Mirta y mis primas Gabi, Dani, Lauri y el Juan Pablo.
Nadie me veía, yo los veía a todos.
Mi fui alejando pasé en
medio de todos ellos y me fui alejando, retomé mi camino por la vereda hacia la
esquina y pasaba el Antoñito Terraf con su palo largo que tenía en la punta una
tapa que sacaba de las latas de dulce de batata
y que él iba empujando cómo un juguete, me miró, creo que me vió, no lo
puedo saber porque levantó su mano cuando le dije “Antoñito ¿sabés quién soy
yo?” pero él siguió.
El rastrojero ya estaba ahí
en la esquina y nuevamente me dijo: “subí pibe que nos vamos para no llegar
tarde, él seguía con el cigarrillo en la boca echando el humo hacia la
ventanilla y la única música era el ruido de las llaves de los clientes que
colgaban de la palanca inútil del limpiavidrios que nunca fue utilizado. Vi el
rosario colgado en el espejo retrovisor y en la guantera estaban los anotadores
y las facturas que decían “Soda El Sergio” junto a un montón de trapos, tornillos
y un viejo destornillador. Antes de bajarme me dijo: “Abrí con la manija de
afuera, un día de estos la voy a arreglar”. Recordé esa frase que escuché por
primera vez cincuenta años atrás. Seguí caminando por la avenida hacia la calle
Ramella mientras las fotos que fui sacando y atesorando en el álbum de mi
corazón ya se iban quedando en mi
memoria.
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