EL ESPÍRITU SOPLA DÓNDE Y CUÁNDO QUIERE…..
El 23 de enero de 1980 era miércoles. El sofocante calor abrazaba esa mañana a una parte de la pampa gringa. El sol se había despertado muy temprano y su presencia no pasaba inadvertida. Eran un poco más de las 6 a.m. cuando partía de San Francisco rumbo a la Capital Federal.
Una despedida familiar. Mis padres, mi hermano y mis abuelos paternos era el séquito que entre abrazos, besos y lágrimas decían “adiós”, “hasta pronto” y “buen viaje”.
Una valija marrón (que todavía conservo) y un bolso verde eran los pocos elementos que me acompañaban. Luego con el tiempo se sumaría una caja de cartón que contenía libros, y que mi papá despacho por “Transporte Barrado” llegando semanas después al barrio de Pompeya.
El Renault 4 de color blanco sería el vehículo encargado de trasladarme. Conducido por el P. José Auletta, misionero de la Consolata y acompañado por José Luis Ponce de León y Rubén Horacio López, seminaristas de la misma congregación, quiénes serían de ahora en más mis nuevos compañeros en la aventura misionera.
No tengo recuerdo de comidas, bebidas, solamente el deseo de llegar a lo que sería mi nuevo hogar. Seguramente la charla, los mates, algunos sándwiches y alguna bebida refrescante fueron de la partida durante todo ese día. No lo recuerdo. Por delante sueños, un futuro, miedos, esperanzas, encuentros, alegrías, tristezas, todo aquello que puede tener alguien joven, con 17 años, recién terminado el secundario y caminando en un pos de una idea: ser misionero.
El país transitaba políticamente su cuarto año de dictadura, así que seguramente nos habrán detenido varias veces para los controles de rutina a los que nos tenían sometidos los militares y las fuerzas policiales de la época. Todos éramos sospechosos. Más cuatro personas en un auto. Documentos, de dónde veníamos, que hacíamos, y adónde íbamos habrán sido las preguntas de rigor.
A la tardecita de ese día arribamos a la calle Fray Cayetano 368, en el porteño barrio de Flores. Ahí estuve esa noche y los siguientes días. Era tiempo de aclimatarse. Acostumbrarse a ruidos, olores, personas y a “todo lo nuevo”. Los nuevos compañeros de a poco comenzaron a llegar. Días después partimos hacia Miramar (Buenos Aires) para convivir casi 15 días en una escuela, realizando una labor de difusión misionera, además de conocernos entre nosotros.
Por primera vez conocí el mar. Esa vasta inmensidad de agua, sal, ruido permanente, oleaje y arena. Cada año me gusta volver a ver el mar, para experimentar esa primera sensación. La que nunca se olvida.
Escribir las crónicas en el momento de que una acontecimiento está sucediendo o bien escribirlas treinta y dos años después tiene sus diferencias. La primera vez pueden funcionar como un diario de viaje, años después ya van cargadas de reflexión que da la experiencia de vivir.
Cuando regresamos nos dedicamos a la tarea de pintar la casa. Luego de la primera oración, Laudes, cada uno tenía un trabajo asignado. Lijar, y luego pintar las puertas y ventanas. El verde y el negro eran los colores que se deslizaban entre hierros y maderas. Otros se dedicaban a las compras y a cocinar. Algunos matizaban el trabajo con el estudio, porque debían algunos finales.
Seguramente era una rutina diaria. Para mí todo era nuevo. En cada lugar, en cada persona o cada espacio era descubrir algo no conocido y por conocer. Al mediodía la Misa y luego el almuerzo. Por la tarde una hora de siesta reparadora y antes de continuar con las labores, rezábamos Vísperas. A la noche después de cenar se culminaba comunitariamente con la oración de Completas.
Charlar, dialogar y conocernos eran inquietudes de los jóvenes que nos encontrábamos convocados en ese mismo sitio.
Entre aquellos compañeros estaban además de los mencionados en el viaje –José Luis y Rubén, se le sumarían Cristian Fernández Moores y Gustavo Marcías –porteños–, Alejandro García –de La Plata–, Juan José Olivares Rojas –sanjuanino–, Roque –cordobés–, con el paso de los años también vendrían Roque Ferreira –uruguayo de Tacuarembó–, Raúl Aimar y Dante Passera –ambos de San Francisco (Córdoba) –, Juan Carlos Viján y Ernesto –entrerrianos– , Ponciano Acosta –formoseño–, Armando L. –mendocino–.
El Seminario llevaba el nombre de “San Francisco Solano”, que fue misionero en el territorio que hoy ocupa la provincia de Chaco. Entre los sacerdotes formadores que dirigían y presidían la comunidad, estuvo en el primer año el P. Oscar José Goapper –santafecino–, luego fue acompañado por el Padre Nelson Borgogno –cordobés– (ambos fallecidos) y en mi último tiempo en esa comunidad, estaba dirigida por el Padre Luis Manco, italiano, quién se encuentra en la actualidad en nuestro país realizando su labor misionera.
Este primer texto lo podemos denominar como “grandes pinceladas en el inicio de una nueva vida”. El motivo central es hacer memoria de su inicio, de los 32 años que pasaron desde aquel momento.
En próximas entregas iremos desgranando como fue la vida en ese lugar en los siguientes tres años. Actividades, amigos, anécdotas, la vida diaria, encuentros, alegrías y tristezas en la búsqueda cotidiana.
Simplemente entrar a un seminario o a una casa de formación no debe significar que uno tendrá que ser religioso o sacerdote. Es un período de discernimiento, de búsqueda y de tener la suficiente libertad para ser llevados por el Espíritu que sopla dónde y cuándo quiere.
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