Parafraseando a Publio Terencio Africano diré que: Soy hombre y por lo tanto nada de lo humano y de todo ser viviente que viva en la tierra y en el universo me es indiferente y ajeno a mi vida.
Como dijo Anaxágoras: Todo tiene que ver con todo.








miércoles, 1 de julio de 2015

EL DÍA QUE EL ABUELO LLORÓ…


Nunca podré olvidar aquel 1° de julio de 1974. Mi abuelo un hombre bien de campo. Había nacido en la Pampa Gringa, y desde chico nomás lo pusieron a trabajar. No fueron más de veintidós días los que pudo ir a la escuela. Suplió con esfuerzo aquello que se le privó de no poder estudiar. Había que trabajar. Las tareas de campo no son fáciles, y son duras. Hay que estar  en los calurosos veranos dónde las moscas revolotean mientras “se hace el tambo” y los crudos inviernos donde las escarchas sirven para espejar el rostro duro y cansado de la rutina habitual que las tareas ligadas a la naturaleza tienen.

Su temple lo llevo realizar todas aquellas tareas propias de la vida campestre, riendas en manos llevar vacas, ordeñaba, vacunaba, arreglaba postes. Sufría en las inundaciones cuando el canal San Antonio ya no podía contener las aguas y las vomitaba sobre los campos, asistía en las noches lluviosas  a algún parto de una vaca que le costaba sacar su cría al mundo.

A los veinte años se marcho a Santa Fe a cumplir con la Patria. En el recordado Regimiento 12 hizo su servicio militar. Como soldado tuve que venir a Buenos Aires cuando el ejército estaba detrás de los anarquistas. En esos días fue capturado Severino Di Giovanni. El abuelo, joven soldado hacia guardia en la Penitenciaria de la calle Las Heras y  desde una de sus torres vio cuando era llevado Severino para ser fusilado. Tantas veces me lo contó que un día me recorrí todas las librerías de las Avenidas Callao y Corrientes hasta que pude encontrar el Severino Di Giovanni de Osvaldo Bayer. Un librero lo encontró en el fondo de un estante. Es uno de mis preciados tesoros ya que en su momento había sido uno de los tantos libros prohibidos en estas tierras.

Volvió  y se casó con Teresa, tuvieron dos hijos –Olivio e Imar-, siguió el trabajo de campo, también de verdulero y todo aquello que podía sumar a la economía familiar. Recordaba cuando iba a votar y en el cuarto oscuro había una persona que les decía a quién debía votar. Se rebeló varias veces contra los patrones conservadores de su época. No prepoteaba pero no se achicaba por más títulos y honores que tuviera su interlocutor.

Un teniente coronel a quién él  había servido de asistente en el servicio militar un día lo llamó para decirle sí le gustaría que sus dos hijos fueran militares. Él se haría cargo con gusto  de todos los gastos de la carrera militar. Aunque fue contra sus principios, ya que le habría  gustado que alguno de su familia fuese militar, pero conociendo que a Teresa, su esposa,  no le gustaba que los hijos se fueran de su lado con mucho dolor le dijo que  no.

Arrendó un campo que trabajo con su esposa e hijos. Allí nací yo –su primer nieto, durante muchos años-; pero ya el campo no daba para todos. Así que mi papá, mi mamá y quién escribe esto emigraron del campo a la ciudad. Los visitábamos continuamente, tristes los fines de semana que llovía porque los caminos eran de tierra y no se podían transitar. Horas y  horas en ese campo, todavía siento en mis oídos y en mi corazón el silencio del viento, que contradictorio “siento el silencio del viento”, pero el viento y la soledad tienen  su música, solamente hay que afinar los tímpanos y el corazón.

El 14 de mayo de 1968 por ley 17253 remató el tambo, todos los animales y todas las maquinarias, con el detalle de hacer un asado para todos los presentes pagado por él. Dicha ley promulgada por la dictadura de Onganía decía que todos aquellos que arrendaban tierras podían ser desalojados sin juicio y a solo pedido del dueño de las mismas.

Se mudo junto a sus hijos a la ciudad. Siguió ligado al campo, comprando y vendiendo vacas que daba a porcentaje a distintos conocidos de su antigua Landeta. Cuántos viajes al campo, salíamos temprano. Cargaba su termo con té o mate cocido, unas galletas sin sal, un poco de queso. Era el alimento para el día. Se seguía levantando temprano. Manejaba su rastrojero doble cabina hasta bien entrado los años. Se jubiló y seguía haciendo cosas en la casa, no podía estar mucho tiempo quieto. Desde ayudar en la sodería a sus hijos hasta tener la lana que mi abuela ovillaba y luego se transformaba en bufanda, colcha o todo aquello que como tejedora artesanal podía hacer.

 
Podría contar cientos de anécdotas. Siempre atento a cuidar a sus nietos, que con el correr de los años fueron llegando a su vida. A pesar de los años seguía con esos ejemplos en valores que no necesitó escuela para transmitir, los enseñaba con el ejemplo de honestidad, de justicia y verdad. Para nosotros era el Nono Lorenzo, para todos los demás era Don Lorenzo.

Pero aquel primero de julio recuerdo que mi papá le pregunto a mi abuelo en piamontés “il pare” (hacía le decíamos, o nono, o papá) y mi abuela llevo su de índice a la boca indicándonos silencio y que nos acercáramos, y nos dijo: “Está en la pieza llorando”. Estaba llorando al líder que había muerto, a aquel que lo había dignificado cuando era peón de campo, aquel que por medio de Evita le había dado la oportunidad que sus hijos tuvieron los primeros juguetes. Ese día había muerto el Teniente General Juan Domingo Perón. Seguramente sintió como todos los peronistas –y quizás como muchos argentinos- que se había quedado huérfano.

Ese día en el silencio de su habitación el nono Lorenzo lloró, el General ya no montaría nuevamente en su caballo blanco a pintas, ya no escucharíamos su voz grave en el balcón llamando a su pueblo…. El general ya era parte de la historia….

Mi memoria me fue llevando a ese lunes de julio de 1974……

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