Nunca podré olvidar aquel 1° de julio de 1974. Mi abuelo un
hombre bien de campo. Había nacido en la Pampa Gringa, y desde chico nomás lo
pusieron a trabajar. No fueron más de veintidós días los que pudo ir a la escuela.
Suplió con esfuerzo aquello que se le privó de no poder estudiar. Había que
trabajar. Las tareas de campo no son fáciles, y son duras. Hay que estar en los calurosos veranos dónde las moscas
revolotean mientras “se hace el tambo” y los crudos inviernos donde las
escarchas sirven para espejar el rostro duro y cansado de la rutina habitual
que las tareas ligadas a la naturaleza tienen.
Su temple lo llevo realizar todas aquellas tareas propias de
la vida campestre, riendas en manos llevar vacas, ordeñaba, vacunaba, arreglaba
postes. Sufría en las inundaciones cuando el canal San Antonio ya no podía
contener las aguas y las vomitaba sobre los campos, asistía en las noches
lluviosas a algún parto de una vaca que
le costaba sacar su cría al mundo.
A los veinte años se marcho a Santa Fe a cumplir con la
Patria. En el recordado Regimiento 12 hizo su servicio militar. Como soldado
tuve que venir a Buenos Aires cuando el ejército estaba detrás de los anarquistas.
En esos días fue capturado Severino Di Giovanni. El abuelo, joven soldado hacia
guardia en la Penitenciaria de la calle Las Heras y desde una de sus torres vio cuando era llevado
Severino para ser fusilado. Tantas veces me lo contó que un día me recorrí
todas las librerías de las Avenidas Callao y Corrientes hasta que pude
encontrar el Severino Di Giovanni de Osvaldo Bayer. Un librero lo encontró en
el fondo de un estante. Es uno de mis preciados tesoros ya que en su momento
había sido uno de los tantos libros prohibidos en estas tierras.
Volvió y se casó con
Teresa, tuvieron dos hijos –Olivio e Imar-, siguió el trabajo de campo, también
de verdulero y todo aquello que podía sumar a la economía familiar. Recordaba
cuando iba a votar y en el cuarto oscuro había una persona que les decía a
quién debía votar. Se rebeló varias veces contra los patrones conservadores de
su época. No prepoteaba pero no se achicaba por más títulos y honores que
tuviera su interlocutor.
Un teniente coronel a quién él había servido de asistente en el servicio
militar un día lo llamó para decirle sí le gustaría que sus dos hijos fueran
militares. Él se haría cargo con gusto de todos los gastos de la carrera militar. Aunque
fue contra sus principios, ya que le habría gustado que alguno de su familia fuese militar,
pero conociendo que a Teresa, su esposa, no le gustaba que los hijos se fueran de su
lado con mucho dolor le dijo que no.
Arrendó un campo que trabajo con su esposa e hijos. Allí
nací yo –su primer nieto, durante muchos años-; pero ya el campo no daba para
todos. Así que mi papá, mi mamá y quién escribe esto emigraron del campo a la
ciudad. Los visitábamos continuamente, tristes los fines de semana que llovía
porque los caminos eran de tierra y no se podían transitar. Horas y horas en ese campo, todavía siento en mis
oídos y en mi corazón el silencio del viento, que contradictorio “siento el
silencio del viento”, pero el viento y la soledad tienen su música, solamente hay que afinar los
tímpanos y el corazón.
El 14 de mayo de 1968 por ley 17253 remató el tambo, todos
los animales y todas las maquinarias, con el detalle de hacer un asado para
todos los presentes pagado por él. Dicha ley promulgada por la dictadura de
Onganía decía que todos aquellos que arrendaban tierras podían ser desalojados
sin juicio y a solo pedido del dueño de las mismas.
Se mudo junto a sus hijos a la ciudad. Siguió ligado al
campo, comprando y vendiendo vacas que daba a porcentaje a distintos conocidos
de su antigua Landeta. Cuántos viajes al campo, salíamos temprano. Cargaba su
termo con té o mate cocido, unas galletas sin sal, un poco de queso. Era el
alimento para el día. Se seguía levantando temprano. Manejaba su rastrojero
doble cabina hasta bien entrado los años. Se jubiló y seguía haciendo cosas en
la casa, no podía estar mucho tiempo quieto. Desde ayudar en la sodería a sus
hijos hasta tener la lana que mi abuela ovillaba y luego se transformaba en
bufanda, colcha o todo aquello que como tejedora artesanal podía hacer.
Podría contar cientos de anécdotas. Siempre atento a cuidar
a sus nietos, que con el correr de los años fueron llegando a su vida. A pesar
de los años seguía con esos ejemplos en valores que no necesitó escuela para
transmitir, los enseñaba con el ejemplo de honestidad, de justicia y verdad.
Para nosotros era el Nono Lorenzo, para todos los demás era Don Lorenzo.
Pero aquel primero de julio recuerdo que mi papá le pregunto
a mi abuelo en piamontés “il pare” (hacía le decíamos, o nono, o papá) y mi
abuela llevo su de índice a la boca indicándonos silencio y que nos acercáramos,
y nos dijo: “Está en la pieza llorando”. Estaba llorando al líder que había
muerto, a aquel que lo había dignificado cuando era peón de campo, aquel que
por medio de Evita le había dado la oportunidad que sus hijos tuvieron los
primeros juguetes. Ese día había muerto el Teniente General Juan Domingo Perón.
Seguramente sintió como todos los peronistas –y quizás como muchos argentinos-
que se había quedado huérfano.
Ese día en el silencio de su habitación el nono Lorenzo
lloró, el General ya no montaría nuevamente en su caballo blanco a pintas, ya
no escucharíamos su voz grave en el balcón llamando a su pueblo…. El general ya
era parte de la historia….
Mi memoria me fue llevando a ese lunes de julio de 1974……
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